El Estado mexicano surge de una Revolución, y como tal, su creación, sentido y existencia se decidió en la interpretación de ese acontecimiento. Tanto el Estado y la nación mexicanos se instauraron concibiéndolos desde diferentes ideologías e intereses como el proyecto surgido de esa revolución. En este espacio registraremos la investigacion de esas diversas perspectivas ideológicas, culturales e imaginarias.

lunes, 8 de octubre de 2012

Fuentes del liberalismo en México



Orlando Ruedas Mendoza


Este trabajo forma parte del proyecto de investigación que realizo dentro del Programa de posgrado para obtener el grado de Doctor en Filosofía bajo la tutoría del Dr. Ambrosio Velasco Gómez, cuyo eje principal gira en torno de la polémica sobre la nación entre el liberalismo republicano y el liberalismo conservador en México a finales del siglo XIX.

Aquí me proponga analizar brevemente las primeras expresiones liberales en México y de ubicarlas en un contexto general. El objeto de este trabajo será, una vez que concluya mi investigación en torno al pensamiento de José María Vigil, estar en posibilidad de confrontar las diferentes posturas del liberalismo en México ubicándolas en sus respectivas tradiciones.

La doctrina positivista influyó determinantemente en el discurso de una facción del grupo liberal y, asimismo, profundizó las diferencias con los defensores del liberalismo clásico. La primera se obcecó en defender su filiación al positivismo endémico porque resultaba idóneo a sus intereses de grupo, mientras que la segunda se ocupó de defender el liberalismo clásico y refrendó su vocación republicana y democrática.

1. El liberalismo económico

Las bases del liberalismo económico pueden ser definidas de modo muy puntual a partir de lo que, en términos generales, se colige de la obra “Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de la naciones” (1776) del filósofo y economista escocés Adam Smith; a saber: el fundamento del bienestar social depende en buena medida del desarrollo económico alcanzado mediante la libre competencia y la división del trabajo.
La libre competencia se refiere a minimizar en lo posible la intromisión del Estado en los asuntos comerciales entre particulares, fungiendo acaso como árbitro para garantizar la igualdad de las condiciones bajo las que se celebran dichos negocios e impidiendo los monopolios a fin de procurar una competencia justa. En ese sentido las tasas impositivas deberán reducirse al mínimo y, de igual modo, deben evitarse cualquier tipo de regulaciones, manipulaciones y subsidios.
Sobre la división del trabajo, explica Adam Smith, es un fenómeno que se desprende de la industrialización. Los trabajadores son asignados en alguna de las diferentes áreas de producción de las fabricas para desarrollar alguno de los múltiples procesos necesarios para la elaboración de cierta mercancía, de este modo el obrero alcanza un alto grado de especialización en su materia; Smith advierte que esa especialización actúa en detrimento de las capacidades potenciales del ser humano,
Un hombre que gasta la mayor parte de su vida en formar una o dos operaciones muy sencillas, casi uniformes en sus efectos, no tiene motivos para ejercitar mucho su entendimiento, y mucho menos su invención para buscar varios expedientes con que remover diferentes dificultades que en distintas operaciones pudieran ocurrirle. Casi viene a perder el ejercicio de aquella potencia y aun se hace generalmente estúpido e ignorante cuanto cabe en una criatura racional. La torpeza de su entendimiento no sólo le deja incapaz del gusto de una conversación y trato racional, sino de concebir sentimientos nobles y generosos, así como de formar aún una justa idea y un juicio sólido de las obligaciones de la vida privada.#

Sin embargo esas consecuencias negativas en lo particular son compensadas en lo colectivo por la gran diversidad de ocupaciones y oportunidades para el desarrollo que ofrece un país con un alto grado de avance industrial y comercial, cito:
Evidentemente que en semejantes sociedades [que comúnmente se llaman bárbaras] ningún hombre puede adquirir aquella finura de pensamientos que algunos de ellos poseen en las naciones cultas y civilizadas, porque si bien en una sociedad ruda y grosera hay mucha más variedad en las operaciones de cada individuo, en las del todo o del público no la hay. No existe un hombre que no pueda hacer lo que cualquiera de los otros efectúa regularmente. Cada cual tiene cierto grado bastante considerable de conocimiento, ingenio e invención, pero ninguno lo tiene en gran manera, y aquella porción de suficiencia que posee es generalmente bastante para conducir los pequeños y groseros intereses de su sociedad. En un estado civilizado, por el contrario, aunque hay muy poca variedad en las ocupaciones individuales de cada miembro, es inmensa la que se verifica en el todo de la sociedad. Estas distintas ocupaciones presentan variedad casi infinita de objetos a la contemplación de los que no abrazan una en particular, si tiene oportunidad e inclinación de examinar los diferentes ejercicios de tan gran número de gentes. La contemplación de tal diversidad de objetos ejercita sus entendimientos con comparaciones y combinaciones sin término, y les hace agudos y perspicaces hasta un grado extraordinario.#

Además, en los países desarrollados la degeneración sobre la conciencia o las capacidades de los ciudadanos producto de la especialización deberá ser corregida por el Estado mediante la educación. Una instrucción esmerada, inclusive obligatoria, durante la infancia de la gran masa del pueblo que poco tiempo tendrá posteriormente para dedicarse al estudio puesto que deberá internarse al mundo laboral a fin de satisfacer sus necesidades más básicas, a diferencia de las clases privilegiadas que disponen de los recursos suficientes para alcanzar estudios superiores.
La torpeza de su entendimiento […] Tal es el estado en que no puede menos incurrir un pobre trabajador, que equivale a decir la mayor parte del pueblo, dentro de una sociedad adelantad y culta, a no tomarse el Gobierno el trabajo de precaverlo con el desvelo de la enseñanza […] La educación, pues, del común del pueblo, requiere acaso más atención en una sociedad civilizada que la de las gentes de alguna jerarquía o fortuna […] Aunque el pueblo común nunca puede en una sociedad civilizada ser tan instruido como las gentes de alguna jerarquía y fortuna, las partes más esenciales de la educación, como son la instrucción en los principios de la religión, leer, escribir y contar, pueden adquirirse en la más tierna edad aun por aquellos que se destinan a las ocupaciones más humildes…#

La educación, además, redundará ganancias para el Estado en cuestiones de suma importancia. Un ciudadano con una instrucción elemental será considerablemente menos susceptible de dejarse seducir por la superstición, se podrá fomentar en él amor y respeto por la patria y, consecuentemente, tendrá una menor propensión a la sedición y será más apto para dominar la disciplina castrense para la defensa de su país.
Lo mismo puede decirse de aquella crasa ignorancia y estupidez que parece obscurecer en una sociedad civilizada a los entendimientos entorpecidos de la clase común del pueblo. Un hombre, sin el uso legítimo de las potencias intelectuales de tal, es más despreciable, si cabe, que un cobarde: mutilado y deforme en una parte todavía más esencial del carácter de la naturaleza humana. Aun cuando el Estado no obtuviese ventaja positiva de la instrucción de las clases inferiores del pueblo, merecería su atención el que no fuesen enteramente estúpidas e ignorantes; pero nadie duda que el Estado saca considerables ventajas de la instrucción de aquellas gentes. Cuanto más instruidas están, se hallan menos expuestas a las ilusiones, al entusiasmo y a la superstición que la credulidad de unos y la ignorancia de otros introducen, con cuentos y fábulas que desdoran la Santa Religión, ocasionando los más terribles desordenes. Fuera de esto, un pueblo inteligente e instruido será siempre más ordenado, más decente y más modesto que uno ignorante. Cada uno de por sí se considera más respetable y más acreedor a que los superiores tengan con él ciertos miramientos, y ellos por lo mismo están más dispuestos a respetar debidamente a los superiores. Son más capaces de penetrar los daños de una sedición y los parciales clamores de una facción que pretenda seducirles, mejor inclinados, en consecuencia, a no atropellar sin conocimiento y precipitadamente las sabias máximas de un Gobierno. Todas estas ventajas y otras muchas se siguen infaliblemente de los principios de una buena educación.#

Las premisas del liberalismo económico aplicadas a la dimensión social, es decir, la no intromisión del Estado o de cualquier grupo de poder en la conducta privada de los ciudadanos y de sus relaciones interpersonales, siempre y cuando se mantengan en plena observancia de la ley, garantizándoles libertad de expresión, de culto, de prensa, de circulación… constituyen en su conjunto el núcleo de los ideales liberales. El liberalismo, pues, caracterizado por procurar la igualdad entre los ciudadanos dentro de un marco jurídico legitimado por un Estado de derecho, que respete y haga valer las libertades civiles y se comprometa a salvaguardar la seguridad de sus gobernados, representa, sin duda, una alternativa real en contra del despotismo. Una alternativa en contra de cualquier régimen que abuse del poder que le confieren los ciudadanos y se regocije en el derroche y la ostentación. Sin embargo, por la flexibilidad que existe para la interpretación de las libertades civiles o, inclusive, para la misma definición de la libertad, se desarrollan en torno de la ideología liberal diferentes corrientes que defienden posiciones a veces irreconciliables. Por ejemplo, para algunos liberales como Montesquieu es deseable la mayor austeridad de los gobernantes puesto que el lujo está en proporción con el desnivel de las fortunas; así lo explicaba en el capítulo primero del libro VII de su obra El espíritu de las leyes (1748):
Si en un Estado se hallan las riquezas, no habrá lujo en él; porque el lujo proviene de las comodidades que logran algunas a expensas del trabajo de los otros […] Para que las riquezas estén y se mantengan igualmente repartidas, es necesario que la ley no consienta a ninguno, más ni menos que lo preciso para sus necesidades materiales. Sin esta limitación, unos gastarán, otros irán adquiriendo, y tendremos la desigualdad.

Y en el siguiente capítulo decía:
He dicho que en las repúblicas donde las riquezas estén igualmente repartidas no puede haber lujos; y, como se ha visto en el libro quinto que la equidad en la distribución de la riqueza es lo que hace la excelencia de una república, se deduce que una república, es tanto más perfecta cuanto menos lujo haya en ella.

Por el contrario para Adam Smith es necesario que el gobernante goce de un nivel de vida opulento en contraste con el resto de la población para reafirmar su “dignidad”, como se verifica en la siguiente cita:
En una sociedad opulenta y adelantada, donde todas las diferentes clases del pueblo crecen cada día en ostentación y costoso porte de sus casas, en sus trenes, sus mesas, sus vestidos, sus equipajes, no debe pretenderse que sea sólo el Soberano quien haya de sostener una medianía, contrarrestando con el lucimiento de todos los particulares. Por tanto, en esta situación, sus gastos han de ser proporcionalmente mayores en todos los aspectos, pues su dignidad así lo exige ante las circunstancias.
Y del mismo modo que, en cuanto se refiere a la dignidad, debe un monarca sobresalir entre sus vasallos, cual ningún principal magistrado de un república sobre sus conciudadanos, así también se necesitan mayores expensas para sostener el decoro de aquella dignidad.#

Aunque, cabe mencionar, que el mayor peso de esas expensas debe recaer sobre las clases más acaudaladas a fin de no provocar un gravamen más lesivo en las otras; así lo explica Smith refiriéndose a las cuotas por portazgo:
Cuando este impuesto excede algo de la proporción del peso en los carruajes de mero lujo, como coches, sillas de posta, etc., con respecto a los que son de necesidad, como los carros y otros portadores de géneros de uso indispensable, se consigue que la indolencia y vanidad del rico contribuya del modo más suave al alivio del pobre, haciendo así más barata la conducción de los efectos de peso a todos los contornos del país.#

Adam Smith también aborda el tema de la política exterior; si bien en la política económica interna es muy enfático en señalar que debe prevalecer la equidad y el gobierno debe mantenerse al margen de las relaciones mercantiles, respecto al comercio internacional, por el contrario, el Estado debe velar por la seguridad de los connacionales que invierten sus recursos en países ajenos o dependientes, especialmente en los menos desarrollados, pues los intereses particulares se convierten en intereses comunes de la nación:
Algunos ramos particulares del comercio que se gira con naciones incultas y bárbaras necesitan de especial protección. Muy poca o ninguna seguridad daría a los comerciantes que trafican en las costas occidentales del África una simple casa-almacén o factoría. Para defenderlos de los naturales y de sus bárbaras costumbres, es necesario que el lugar en que se depositen las mercaderías esté en cierto modo fortificado.#

Esta diferencia entre la política económica interior y la exterior, por un lado liberal y por otro proteccionista, que lleva el liberalismo desde sus primeras expresiones, y que se justifica bajo los criterios del modelo Estado-nación europeo, podría sugerir una posible explicación a las ingentes complicaciones que tuvieron los pobladores de los territorios americanos ocupados por las metrópolis europeas cuando, luego de sus respectivas independencias, intentaron asimilarse a dicho modelo. Recordemos el énfasis que Justo Sierra hace al señalar a la “verdadera familia nacional”, refiriéndose a la burguesía dominante simbolizada por el constructo ideológico denominado mestizo; pues aunque se presentaba bajo un discurso incluyente y homogenizador, lo cierto es que en la práctica terminaba por excluir y marginar a los diversos grupos étnicos originarios y a los colectivos de extranjeros no asimilables que cohabitaban en el territorio nacional. Bajo esta lógica la libertad, la propiedad, la igualdad y la seguridad, estaban reservadas para los “nacionales”, mientras que los “otros” representaban a esos bárbaros incultos que amenazaban constantemente tanto las libertades civiles como el progreso de México.

2. El Federalista
3. El liberalismo en México

El liberalismo fue prontamente adoptado como ideología en el México independiente para hacer frente al conservadurismo. Éste último caracterizado, a grandes rasgos, como la propuesta política de los grupos que en cierto modo conservaron privilegios arraigados desde la época colonial. Estos grupos estaban formados principalmente por el alto clero, algunas familias acaudaladas y los altos mandos militares que consolidaron su poder luego de la gesta independentista.
Uno de los más connotados ideólogos del liberalismo mexicano fue José María Luis Mora. En el credo liberal de Mora es posible anticipar los postulados que eventualmente defenderán algunos de los liberales de fines del siglo XIX, incluso de los positivistas mexicanos.#
El pensamiento político de Mora puede ser definido como un liberalismo constitucionalista, como lo señala la Dra. Rovira.# El conjunto de leyes fundamentales son la verdadera garantía para que el Gobierno respete y haga valer las libertades civiles de los ciudadanos; las cuales consisten básicamente en “liberad, propiedad, seguridad e igualdad”.# La supeditación irrestricta del ciudadano a la ley, condición necesaria para hacer valer el estado de derecho, afirmaba Mora, coloca en un frágil equilibrio la relación entre el soberano y el súbdito que puede pasar de la sumisión a la esclavitud, de ser un “gobernado” a ser un “poseído”:
El estado de súbdito es el de gobernado, el de esclavo, de poseído y es inmensa la distancia que separa tan opuestas condiciones. ¿Qué es pues ser poseído? Es estar entera y absolutamente a disposición de otro y dependiente de su voluntad. ¿Y qué es ser gobernado? Es ser protegido contra todo género de agresiones, reprimido uno mismo cuando las comete y obligado a concurrir a los medios de evitarlo. Cualquier otro sacrificio que se exija de parte del ciudadano y cualquier otro influjo que pretenda tener el Gobierno sobre su persona, es un acto de opresión y tiranía.#

Por ello es necesario para la conservación de la sociedad, agrega Mora:
[…] que toda autoridad, sea de la clase que fuere, tiene límites en el ejercicio de sus funciones, dentro de los cuales debe contenerse y que ni al pueblo ni a sus representantes les es lícito atropellar los derechos de los particulares, a pretexto de conservar la sociedad, puesto que los hombres, al instituirla, no tuvieron otras miras, ni se propusieron otro fin, que la conservación de su libertad, seguridad, igualdad y propiedades y no ceder estos derechos a favor de un cuerpo moral que ejerciese amplia y legalmente la tiranía más despótica sobre aquellos de quienes había recibido este inmenso y formidable poder.#

Ese límite no es otro que el de la ley. En este sentido el concepto de libertad civil es entendido como “la facultad de hacer sin temor de ser reconvenido ni castigado todo lo que la ley no prohíbe expresamente”.#
La Constitución, que no es otra cosa que “las reglas prescritas por la sana razón”,# tiene como fin último procurar la felicidad de los ciudadanos mediante el cumplimiento de las libertades civiles antes señaladas. El antecedente directo de estas consideraciones de Mora está en Montesquieu, quien escribía en el capítulo III del primer libro de la obra antes citada:
La ley, en general, es la razón humana en cuanto se aplica al gobierno de todos los pueblos de la Tierra; y las leyes políticas y civiles de cada nación no deben ser otra cosa sino casos particulares en que se aplica la misma razón humana.

Cuando estas circunstancias no se cumplen, advierte Mora, indefectiblemente sobrevendrá la emancipación:
Escarmentad pues, oh vosotros los que presidís a los destinos de los pueblos. Hay un momento en que, apurando el sufrimiento de éstos los hace romper como un torrente, que despedaza, destruye y arrastra tras sí todo lo que antes contenía su fuerza y refrenaba su espíritu. Si vosotros abrís algún portillo en las barreras legales, por él se precipitará esa masa inmensa, que no seréis bastantes a resistirla”.#

Mora señala dos tipos de revoluciones; una en la que el pleno conocimiento de las necesidades de la nación por parte de los implicados, les provee un fin común y se lanzan juntos en busca de él. Una vez obtenido el objetivo prevalece la paz y se encaminan hacia la prosperidad; estas son, dice Mora, “la revoluciones felices”. Pero hay otras que son consecuencia de un descontento generalizado producto de tantas causas que se vuelven casi indiscernibles. Estas son las que realmente le preocupaban a Mora. Las revoluciones emprendidas sin un fin bien determinado, generan un ciclo de pugnas y desgracias que abre el camino hacia el autoritarismo:
Cuando los hombres piden a gritos descompasados la libertad sin asociar ninguna idea fija a esta palabra, no hacen otra cosa que preparar el camino al despotismo, trastornando cuanto puede contenerlo.#

Una vez extendido el descontento, surgen de entre la masa nuevos líderes que capitalizarán los furores del pueblo; hombres que, a juicio de Mora, se destacan por su valentía que los arroja a dejar todo por la patria, pero que carecen de las cualidades de las clases superiores:
Pronto se presentan en la escena hombres de un carácter nuevo, por la mayor parte educados en una clase inferior y no acostumbrados a vivir en aquella especie de sociedad que suaviza el carácter y disminuye la violencia natural de la vanidad, civilizándola constante y moderadamente. Esta clase de hombres envidiosos y encarnizados contra todo género de distinción que da superioridad, y a la cual llaman aristocracia, apechugan con las doctrinas y teorías más exageradas, tomando a la letra y sin las modificaciones sociales cuanto ciertos libros dicen sobre libertad e igualdad. Con estos nombres honrosos cubren sus miras personales que acaso ellos mismos no conocen claramente.#

A la postre, agrega Mora, las revoluciones de los pueblos terminaran sirviendo a los intereses particulares de estos hombres, quienes nunca dejaran de intentar cubrir de razón sus acciones y argumentos.
La “aristocracia” a la que se refiere Mora es a la que, según él, verdaderamente conciernen los asuntos de la Nación, pues es la única capaz de interpretar con la luz de la razón sus particularidades y necesidades, y es de la que dependería que México entrara en el camino del orden y el progreso. De acuerdo con Leopoldo Zea en José María Luis Mora se hace patente la ideología de la clase a la que Justo Sierra daría el nombre de “burguesía”:
En esta clase, cuyo portavoz es Mora y más tarde lo será Barreda, puede verse a la clase que Sierra denominó burguesía […] Se trata de una clase amante del orden, que no ve en la revolución sino un medio inevitable para obtener el orden que proteja sus intereses. Esta clase ha visto con cierta repugnancia el movimiento de independencia de México, porque este ha causado graves trastornos y dado origen a una clase enemiga de todo orden: la milicia o caudillaje. “Se puede asegurar sin temor a equivocarse ―dice Mora―, que ningún hombre medianamente acomodado, por mucho que fuese su afecto a la independencia, deseaba la entrada de Hidalgo en México.” Y en otra parte nos dirá el mismo Mora: “La revolución que estalló en septiembre de 1810 ha sido tan necesaria para la consecución de la independencia como perniciosa y destructora del país.”#

Esta clase representaba la “marcha política del progreso”. Estaba formada por hombres que veían en el poder público un instrumento al servicio de los ciudadanos o “civiles”. Sus objetivos inmediatos eran:
[…] la ocupación de los bienes del clero; la abolición de los privilegios de esta clase y la milicia; la difusión de la educación pública en las clases populares, absolutamente independiente del clero; la supresión de los monacales; la absoluta libertad de opiniones, la igualdad de los extranjeros con los naturales en derechos civiles y el establecimiento del jurado en las causas criminales.#

En contraste, la “marcha política del retroceso”, la constituían aquellos que se esmeraban en abolir los pocos logros alcanzados respecto de los fines anteriores. Esta fuerza reaccionaria la conformaban el clero y la milicia. Bajo su mandato el poder se convertía en un instrumento al servicio, no del pueblo, sino de sus propios intereses.
Es claro que para Mora había dos grupos enemigos de la Nación: los conservadores y las clases inferiores. Cada uno a su manera significaban el retroceso. Los primeros sirviendo a sus propios intereses y los segundos imposibilitados para intervenir activamente en el progreso y en la conducción del país. La doctrina de José María Luis Mora, como lo señala Leopoldo Zea, es la ideología de un grupo, de una élite, que, también, velaba por sus íntimos intereses.

4. Liberalismo y positivismo en México

Leopoldo Zea en el primer tomo de su obra “El positivismo en México” (1943), analiza con detalle las relaciones amistosas y familiares que sirvieron de puente para que las mentes de Benito Juárez y Gabino Barreda# se reunieran con el fin de que éste último fuera designado para llevar a cabo la reforma educativa que permitiría establecer definitivamente sus ideales comunes como la corriente ideológica oficial bajo la cual se edificaría la educación de los mexicanos. Pero el hecho más determinante fue la “Oración cívica” que Barreda pronunciara en Guanajuato el 16 de septiembre de 1867. En ella Barreda da a conocer a los mexicanos una doctrina sustentada en la interpretación científica de la realidad; mediante ella propone el inicio de una nueva época en la historia de México, una época de paz y de orden. Para realizar efectivamente los ideales sostenidos por los independentistas, aseguraba Barreda, era necesario superar el estado de convulsión y anarquía que imperaba en el país; el positivismo ofrecía los fundamentos conceptuales para llevar a cabo dicha tarea. El gran error de los primeros liberales había sido la carencia de un marco teórico que dirigiese la acción:
Un partido, animado tal vez de buena fe, pero esencialmente inconsecuente, pretendió extinguir esa lucha y de hecho no logró otra cosa que prolongarla; pues, por falta de una doctrina que le sea propia, ese partido toma por sistema de conducta la inconsecuencia, y tan pronto acepta los principios retrógrados como los progresistas, para oponer constantemente unos a otros y nulificar entrambos. Proponiéndose, a su modo, conciliar el orden con el progreso, los hace en realidad aparecer incompatibles, porque jamás ha podido comprender el orden, sino con el tipo retrógrado, ni concebir el progreso, sino emanado de la anarquía, teniendo que pasar mientras gobierna, alternativamente y sin intermedio, de unos partidos a otros.#

Juárez no dudó que esa novedosa doctrina, claramente anticlerical, era afín con su movimiento reformista. Los altos clérigos católicos, decía Barreda, “semejantes al Cervero de la fábula, se dejaron adormecer por el encanto de las nuevas ideas y dejaron penetrar en el recinto vedado al enemigo que debieran ahuyentar”.# En vano intentaron luchar en contra de la ciencia y precipitaron su descrédito. En cuanto a la política, señalaba Barreda, el dogma de la soberanía popular no se construyó explícitamente sino durante la independencia holandesa, dogma que ha venido a ser el artículo primero de las constituciones de los países civilizados y que muestra inequívocamente la caducidad de un sistema tiránico como el español. Por último, afirma Barreda, el tema de la igualdad social que deviene de la soberanía popular, es completamente contrario con los privilegios del clero y de la milicia. Para superar, pues, ese sistema caduco era necesaria una triple emancipación:
Emancipación científica, emancipación religiosa, emancipación política: he aquí el triple venero de ese poderoso torrente que ha ido creciendo de día en día, y aumentando su fuerza a medida que iba tropezando con las resistencias que se le oponían; resistencias que alguna vez lograron atajarlo por cierto tiempo, pero que siempre acabaron por ser arrolladas por todas partes, sin lograr otra cosa que prolongar el malestar y aumentar los estragos inherentes a una destrucción tan indispensable como inevitable.#

Las condiciones estaban dadas, México tenía la gran oportunidad de sumarse a la historia de las civilizaciones progresistas; libertad, orden y progreso serían las máximas del gobierno: “la libertad como medio; el orden como base y el progreso como fin”.# El secreto del éxito dependería de la “correcta” interpretación de la libertad ―haciendo honor a los ideales del partido liberal al que pertenecía― y del equilibrio y coordinación entre las premisas de orden y progreso.
Que en lo sucesivo una plena libertad de conciencia, una absoluta libertad de exposición y de discusión, dando espacio a todas las ideas y campo a todas las inspiraciones, deje esparcir la luz por todas partes y haga innecesaria e imposible toda conmoción que no sea puramente espiritual, toda revolución que no sea meramente intelectual. Que el orden material, conservado a todo trance por los gobernantes y respetado por los gobernados, sea el garante cierto y el modo seguro de caminar siempre por el sendero florido del progreso y de la civilización.#

Como bien lo hace notar Leopoldo Zea, Barreda, inteligentemente, agregó al lema de Comte, orden y progreso, la divisa de la libertad. Pero, “para ser consecuentes con su ideología, los positivistas habrían de dar al concepto de libertad un sentido que no era el que tenía para los liberales”.# Según Barreda la autoridad del Estado se ejercía sobre el orden material, dejando al arbitrio de los ciudadanos el orden individual o espiritual. Es decir, el sujeto era libre de ejercer su espiritualidad bajo el dogma o credo que decidiese siempre y cuando sus prácticas no infringieran la ley. Por eso mismo el estado debería mantenerse al margen de cualquier credo, su competencia radicaba en el orden material exclusivamente, debería ser un estado laico.
Pero, como lo señala el mismo Zea, cuatro años antes de su famoso discurso en Guanajuato, Gabino Barreda explicó con mucho mayor detalle su interpretación de la libertad en un artículo publicado en El Siglo Diecinueve titulado “De la Educación Moral”. En él Barreda exigía del gobierno atender la educación moral de los ciudadanos; sin embargo para Barreda la moral no implicaba algún dogma religioso, de acuerdo con su formación comtiana la explicaba en términos fisiológicos. Decía, así como cualquier otro órgano del cuerpo que se ejercite se robustecerá y aquel otro que no se ejercite se atrofiará, del mismo modo la repetición constante de los actos altruistas y simpáticos alejará a los individuos de los actos destructores y egoístas, generando en ellos una conducta moralmente buena. La moral, pues, es susceptible de educación. En la premisa de la educación laica enarbolada por el positivismo mexicano hay también una intención por incidir en la conciencia moral de los ciudadanos, en el orden individual; así lo expresaba Leopoldo Zea: “Como se ve, Barreda y con él los principales positivistas mexicanos tratan de invadir también el terreno que parecía habían dejado a la libertad según el concepto liberal”.#
De este modo el positivismo entró también en pugna con el ala liberal que defendía la interpretación de la libertad en el sentido del “dejar hacer” ―identificados como jacobinos. Según Barreda la libertad no es incompatible con el orden si entendemos que ésta consiste, tanto en los fenómenos orgánicos, como inorgánicos, “en someterse con entera plenitud a las leyes que los determinan”.# Barreda lo explica con un ejemplo de la física; cuando un cuerpo cae de una determinada altura sin ninguna interrupción, se dice que cae libremente. Así, el hombre sigue libremente sus impulsos morales hacia el bien o hacia el mal sin distingo; por ello el gobierno debe, mediante la educación, conducir al ciudadano hacia los impulsos buenos y obstaculizar los malos. En último término la libertad está sometida al interés de la sociedad en general. El “dejar hacer” natural o la “libertad egoísta” de los individuos debe someterse al orden social; “El individuo puede pensar lo que quiera pero debe obrar conforme al interés de la sociedad. Se puede tener las ideas que se quiera, lo que no se puede hacer es estorbar con tales ideas la libre marcha de la sociedad”.#
Bajo este concepto de moral, independiente totalmente de la práctica religiosa, no solamente los positivistas marginaban al clero de los asuntos del estado, sino también se armaban en contra de los liberales que sostenían ideales clásicos, arguyendo que eran ideales metafísicos como lo veremos más adelante con las disputas entre Sierra y Vigil. Los positivistas se vieron obligados a adecuar su doctrina a la circunstancia mexicana con respecto a la religión. Si bien el liberalismo clásico es tolerante con la religión, no así el positivismo comtiano. Para este último, la religión, en este caso la católica, forma parte de uno de los estados previos de los pueblos, a saber, el teológico. Estado que debe de ser superado para dar paso al estado positivo en el que la razón y la ciencia prevalecen sobre la superstición (Comte llegó a proponer la instauración de una religión basada en la razón). Estaban convencidos del peligro que entrañaba el clero, que había hecho de la administración de las promesas salvíficas la fuente de un poder político. Sin embargo, ellos sabían que una campaña en contra de la religión católica se interpretaría como un atentado en contra de la fe del pueblo, desatando cruentas batallas y la animadversión del grueso de la población. Condiciones indeseables para un gobierno que anhelaba la paz, el orden y, sobre todo, la sumisión incondicional de sus gobernados. Por ello, tuvieron que tomar una postura moderada frente a la religión, que les permitiera desarticular el poder del clero pero tolerando la libertad de credo de los mexicanos. Ese parece ser el sentido original del laicismo nacional.
Otro aspecto sumamente importante que se advierte del artículo de Barreda es la importancia que la educación pública tuvo para los positivistas. La masificación de la educación, independientemente de su contenido doctrinario, como hemos visto, y es bien sabido, es un dogma liberal, que si bien cuando se implementa como política de gobierno siempre va acompañado de un discurso demagógico y populista (como una prebenda que el buen gobierno otorga al pueblo), lo cierto que en el fondo obedece a medidas estratégicas de las que se esperan beneficios en el mediano y largo plazo. Tal y como lo vimos con Adam Smith, también Mora, Barreda y Juárez vieron en la educación pública un medio para incidir en la conciencia de los gobernados y, así, moderar sus conductas. Como lo señala Leopoldo Zea: “La importación del positivismo a México no tiene su explicación en una mera curiosidad cultural o erudita, sino en un plan de alta política nacional”.#
En resumen podemos decir que los ideólogos mexicanos se vieron obligados a adaptar su propuesta positivista a las particularidades del pueblo mexicano. El fortalecimiento de la figura del ejecutivo era una de las principales necesidades del Estado para hacer posible la gobernabilidad del país, profundamente dividido tanto en el terreno político como en el social. En ese aspecto la interpretación de la doctrina positivista justificaba la constricción de las libertades civiles a las necesidades superiores de la nación, por supuesto bajo los criterios del Soberano. Por otro lado, la laicidad de la educación pero sobretodo la determinación del Estado laico era menester para consolidar el poder del gobierno y para evitar la influencia del alto clero ―sus rivales políticos― en los destinos del país. Pero aventurarse a controlar las creencias religiosas de un pueblo tan proclive al apego irrestricto a su fe, hubiera ocasionado, además de confrontaciones cruentas, una antipatía generalizada en su contra. De esta manera el positivismo tenía que adaptarse a la singularidad del país, es decir, con una particular interpretación de las libertades civiles planteadas por el liberalismo y, además, tolerante con la religión dominante. Un positivismo acorde con “la circunstancia mexicana” como lo señala Leopoldo Zea, o bien, como lo demostró prontamente José María Vigíl, los autonombrados positivistas mexicanos nunca fueron cabalmente positivistas.#

5. Evolución del liberalismo en México

La doctrina positivista influyó determinantemente en el discurso de una facción del grupo liberal y, asimismo, profundizó las diferencias con los defensores del liberalismo clásico. La primera se obcecó en defender su filiación al positivismo endémico porque resultaba idóneo a sus intereses de grupo, mientras que la segunda se ocupó de defender el liberalismo clásico y refrendó su vocación republicana y democrática.
Respecto de la primera línea, la positivista, podemos identificar dos posturas; una que se mantuvo fiel a sus postulados inclusive ya entrados en pleno siglo XX, como lo podemos constatar con el texto de Francisco Bulnes de 1920, El verdadero Díaz y la revolución, en el cual le reclama a Porfirio el haber dado aliento a la revuelta:
Las tribus rurales eran analfabetas, pero el general Díaz autorizó las jiras oratorias, la predicación de la guerra santa, las peregrinaciones demagógicas estruendosas, la organización de clubs convulsionantes, la cátedra a los adultos por maestros de escuela bolchevistas, los sermones de presbíteros protestantes incrédulos de su religión, la gresca política en las pulquerías y tabernas, la maldición del régimen social vigente. En los Estados de Morelos, Sinaloa y Yucatán. Durante las elecciones de gobernadores, la campaña para el desmoronamiento social fue espléndida. Nada le quedaba por hacer para pulverizar los cimientos de su dictadura, los del orden humano, los del patriotismo, los de las costumbres que mantenían amarradas con cables de legendarias y seculares tradiciones perfectamente concebidas, ejecutadas, experimentadas, a multitudes rurales que no habían dado un paso mental ni moral fuera de las época de la Conquista, y que se sentía empujadas por fuerzas misteriosas e irresistibles, a un campamento extraño de lucha y odio contra lo que habían creído, contra todo lo que habían amado, contra todo lo que de generación en generación habían sentido, respetado, adorado.#

Ya no quedaba nada de aquel discurso de 1903 en el que entre loas aseguraba que Don Porfirio era el mexicano más demócrata y que apoyar su reelección era una cuestión de principios nacionales. Ahora también reclamaba a los funcionarios y aristócratas:
[…] debieron enfrentarse al anciano demente, para asegurarle que no le seguirían al caos, por el camino de la insensatez; que apoyaban el reeleccionismo, porque había dado garantías contra los agitadores despechados y turbulentos, enemigos de la sociedad, del gobierno, de la propiedad, de la decencia; que no le habían apoyado como mano de hierro, para que con ella les tocara la guitarra de fandangos socialistas, anarquistas, demagógicos, delirantes de destrucción y ruina del país. Si la sociedad sana e insana, pero que en el naufragio último de México tenía algo o todo que perder, hubiera hablado claro y firme al general Díaz, asegurándole que emplearía toda clase de medios para sustituirlo con el general Reyes, u otro militar, lo más probable era que el Príncipe, aterrorizado, hubiera cedido y concedido. Ya el león no tenía dientes, y su melena espesa y dorada, no era más que pelucón de ixtle teñido.#

Todo esto bajo el convencimiento firme de que el pueblo mexicano era incapaz de gobernarse, de que era un pueblo nacido para vivir sometido, que era un insumo que se sumaba a la materia prima del país para ser explotado por las clases superiores con el fin de alcanzar el desarrollo y el progreso, es decir, para sujetarse a los fines más elevados de la nación. Para Bulnes, Porfirio Díaz ocupó una plaza, la de dictador, que tendría que seguir vigente aún después del ejercicio del general. Para Justo Sierra, por el contrario, la dictadura tenía un fin diferente, a saber, imponer el orden y la paz en el país. Era una etapa que debería superarse, recordemos que a la evolución social del pueblo mexicano debería seguir su evolución política; la cual consistía en que el gobierno pasará a un sistema representativo encabezado por partidos políticos. Ésta sería una segunda línea del liberalismo positivista en México.
En el siguiente capítulo analizaré la obra de José María Vigil, representante del liberalismo clásico y defensor de las ideas republicanas. Posteriormente confrontaré la postura liberal de Vigil con esta segunda línea del liberalismo conservador moderado, representado, como ya se dijo, por Justo Sierra.

Bibliografía
Barreda, Gabino. Oración cívica. 1867.
Bulnes, Francisco, El verdadero Díaz y la revolución. México: Editor Eusebio Gómez de la Puente, 1920.
Montesquieu, El espíritu de las leyes. Edición original 1748, edición electrónica 2010. Disponible en: http://www.laeditorialvirtual.com.ar/Pages2/Mon-tesquieu/EspirituLeyes_01.html.
Mora, José María Luis, “La suprema autoridad civil no es ilimitada”, en Carmen Rovira (coord.), Pensamiento filosófico mexicano…
-------------- “Sobre el curso natural de las revoluciones”, en Carmen Rovira (coord.), Pensamiento filosófico…
-------------- “Sobre la libertad civil del ciudadano”, en Carmen Rovira (coord.), Pensamiento filosófico…
Rovira, Carmen (coord.), Pensamiento filosófico mexicano del siglo XIX y primeros años del XX. Tomo I. México: UNAM, 1998.
Smith, Adam, Riqueza de las naciones. Libro V. México: Cruz, 1977.
Zea, Leopoldo, El positivismo en México. Nacimiento, apogeo y decadencia. México: FCE, 1975.



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