En la cruz del helénico guerrero
La Patria, santo amor, nos ilumina;
La libertad albea matutina
Del tracio esclavo en el suplicio fiero.
Uno hay mayor del Gólgota el madero;
Porque en el ser de paz que allí se inclina
El alma en sus anhelos se adivina
Que está crucificado en el hombre entero.
De esas tres hostias de una gran creencia,
Sólo Jesús resucitó y alcanza
Culto en la cruz, señal de su existencia.
Es que nos ha dejado su enseñanza,
Un mundo de dolor en la conciencia
Y en el cielo una sombra de esperanza.
Tres cruces. Justo Sierra
Tres cruces. Justo Sierra
Se llegaba el fin de siglo. Porfirio Díaz pensaba en la próxima reelección. El llamado grupo de los “científicos” compartían el poder desde el Congreso y las Secretarías de Estado. Era tiempo de mostrar hacia el interior y el exterior la evolución sin precedente alcanzada por México en casi un cuarto de siglo. José Yves Limantour, titular de la Secretaría de Hacienda, eligió a los dos hombres idóneos para dar fe de ello. Santiago Ballescá, editor de México a través de siglos, haciendo gala de lo más avanzado en tipografía daría forma a la gran obra.Justo Sierra Méndez, el insigne intelectual campechano, la dirigiría. El plan de la obra era mostrar el progreso en los ámbitos social, económico, cultural, militar, jurídico, político, en fin, una revisión total y unificada de la historia del país que desembocaría en el diagnóstico de la era actual. Las primeras monografías fueron encargadas a diferentes autores, la mayoría de ellos funcionarios del gobierno, mientras que el diagnóstico final sería elaborado por el mismo Sierra. Al respecto de éste, afirma Álvaro Matute: “El panegírico nunca llegó. Sierra emprendió lo que puede considerarse como la mejor síntesis de la historia mexicana nunca antes elaborada”. En esa síntesis Sierra encontró un “falla”, la mano firme que debió conducir el destino del país en tiempos de crisis, tendría que ser sustituida por un pueblo bien constituido capaz de gobernarse para emprender su verdadera evolución política. Y Sierra, agrega Álvaro Matute, se atrevió a “escribirlo en un libro publicado bajo patrocinio oficial que sería distribuido en versiones inglesa y francesa en las legaciones diplomáticas para mostrar al mundo la evolución social mexicana".
1. Evolución social y política del pueblo mexicano
Tres acontecimientos determinaron la evolución social del pueblo mexicano, afirmaba convencido Justo Sierra en su trabajo titulado “La era actual”;3 son, agregaba, los sucesos que marcaron el inicio de las etapas por las que necesariamente México tenía transitar para ser una nación fuerte y capaz de emprender su evolución política. No son, por cierto, los tres estados a los que alude Augusto Comte –teológico, metafísico y positivo–, pues hacia ya largo tiempo que el maestro de América se había distanciado de las ideas del positivista francés en su diferendo con Gabino Barreda,4 y se había inclinado por el evolucionismo de Herbert Spencer y de Charles Darwin. Son:
“las tres grandes desamortizaciones de nuestra historia: la de la Independencia, que dio vida a nuestra personalidad nacional; la de la Reforma, que dio vida a nuestra personalidad social, y la de la Paz, que dio vida a nuestra personalidad internacional; son ellas las tres etapas de nuestra evolución total.5
Esta última, la de la Paz, resultó, según la crónica de Sierra, del deseo consensuado de la mayoría educada, “la que sabe leer, tiene personalidad, suele estar en contacto con las pasiones locales y a veces con la política general” (ibid. pp. 274-275); que si bien no coincidían en un programa político común, al menos convenían en la urgencia de un periodo pacífico en el país, en la necesidad de “transformar la revolución en evolución” (ibid. p. 274). Hidalgo y Juárez, reconoce Sierra, son los dos grandes pilares militares de la patria, y es evidente que el segundo, afirma, realizó grandes esfuerzos por alcanzar la anhelada paz, sin embargo no lo consiguió, al contrario, si su muerte puede considerarse “una calamidad nacional, en los momentos en que se produjo pareció un bien” (idem) pues desarticuló una inminente guerra civil. Su deceso permitió una transición pacífica pues Sebastián Lerdo de Tejada, presidente de la Suprema Corte de Justicia, asumió la presidencia interina y poco tiempo después fue electo Presidente constitucional. Con la muerte de Juárez los rebeldes que suscribieron el Plan de la Noria, entre los que se encontraba Porfirio Díaz, y cuyo lema fue “No reelección”, depusieron las armas y se acogieron a la amnistía ofrecida por Lerdo a pesar de que ésta no les favorecía en nada pues los comparaba con traidores y les retiraba sus cargos y honores. Lo cierto es que, además, el levantamiento ya llevaba más de ocho meses y no se vislumbraba un éxito concreto. Tras el perdón Díaz se retiró a su hacienda de Tlacotalpan, Veracruz.
Lerdo condujo su gobierno bajo los llamados “dogmas liberales”: “la separación de la Iglesia y el Estado; la supresión de las comunidades religiosas como asociaciones absolutamente ilegales; la prohibición de adquirir bienes a todas las corporaciones” (idem). Intentó reactivar la economía con la construcción de la línea ferroviaria México-Veracruz y confío el desarrollo de las vías de comunicación en el interior de la República al capital nacional y europeo combinado. Sus medidas, afirma Sierra, fueron bien acogidas en lo general, sólo hubo un intento de guerra civil con pretextos religiosos en Michoacán que fue rápidamente sofocado.
Sin embargo, el temperamento del Presidente, a quien describe Sierra como “conservador y autoritario” (ibid. p. 276) lo llevó del prestigio y la popularidad al
descrédito y a una antipatía absoluta. La restitución del Senado en 1754 fue un
medio para impedir que los conflictos interiores de los Estados se convirtieran en conflagraciones generales; con esta medida Lerdo reafirmó la acción del poder central en el interior de la República. Fue el paso posterior al combate en contra de los cacicazgos locales, como el caso del jefe Lozada: “un feroz patriarca de tribus montañesas organizadas en forma de gobierno primitivo” (idem). Manuel Lozada, también conocido como el Tigre de Álica, fue a quien Porfirio Díaz solicitó apoyo para continuar con el Plan de la Noria, ante su negativa Díaz depuso las armas.
De acuerdo con Sierra, Lerdo mantenía aparentemente un centro de unidad, asegurado con gobernadores impuestos con la fuerza federal, pero la impopularidad de éstos generalizó el malestar entre los ciudadanos. Las inconformidades fueron capitalizadas en la prensa de oposición, principalmente en la de hechura satírica cuyo auge se produjo durante las décadas de 1860 y 1870, haciendo de Juárez, Lerdo y Díaz los principales blancos de su mordaz crítica;6 en esta materia y entre decenas de títulos se destacó el periódico El Ahuizote. Semanario feroz aunque de buenos instintos…, que circuló desde el 5 de febrero de 1874 hasta el 29 de diciembre de 1876, editado por Vicente Riva Palacio e ilustrado por José María Villasana y Jesús T. Alamilla. El Ahuizote se consagró a cuestionar las pretensiones reeleccionistas de Lerdo de Tejada ridiculizando, además de sus acciones políticas, sus “viciosas costumbres” (ibid. p. 231). En el mismo sentido El Padre Cobos, editado por Ireneo Paz de 1869 a 1880 con algunas suspensiones, lanzó mordaces ataques a Juárez y a Lerdo “en una serie de versillos titulados «Flecha al gloriosísimo señor San Sebastián» y «Cordonazo al venturosísimo y humildísimo San Benito de Palermo»” (ibid. p. 236). Por el mismo medio Irineo Paz publicó el Plan de Tuxtepec de 1876_redactado por Vicente Riva Palacio, Protasio Tagle y el mismo Paz_ decidido a apoyar la causa de Porfirio Díaz, lo que le costó ser encarcelado. Más adelante la crítica de El Padre Cobos alcanzó también a Díaz, a quien acusaba de ser un presidente que “no respetaba las leyes y planeaba reelegirse” (ibid. p. 236). La publicación cesó a fines de 1880 puesto que creyó haber cumplido su cometido en tanto que Porfiriono se reeligió. Un caso curioso de la prensa satírica _usualmente asociada con la expresión del oprimido desde la aparición en 1841 del periódico La Bruja, precursora de este género; antes solamente se tiene noticia de una caricatura titulada “Tiranía” publicada en El Iris7 en 1826_ fue La Carabina de Ambrosio. Periódico jocoserio con caricaturas, publicado a partir del 15 de mayo de 1875; la particularidad de este impreso fue que a pesar de ser un medio de crítica irónica no fue de oposición, sus editores reclamaban su derecho de “esgrimir contra los oposicionistas despechados y apasionados, las mismas armas que ellos esgrimen contra los que no han contentado sus aspiraciones” (ibid. p. 238). La misión de sus editores, según sus propias palabras fue: “preparar al pueblo para que en las próximas elecciones de presidente de la república se fije en la persona más digna y que más desinteresados servicios ha prestado al país” (idem). Pese a que en su primer número postula como candidato a la presidencia a Vicente Riva Palacio, a quien describe su editor Fernando González como “caudillo de la Reforma, idem de la segunda independencia de la patria y actualmente firme columna de la oposición y severo e inmaculado Catón de la republica mexicana”,8 más adelante será evidente que sólo se trataba de una burla y cada vez apoya más
abiertamente a Lerdo de Tejada. La Carabina… fue un caso poco convencional
toda vez que las publicaciones oficiales o las que expresaban los intereses del
gobierno, ya sea por convicción, coerción o conveniencia, tradicionalmente mantenían una línea editorial seria; tal es el caso de la Gazeta de México, publicación oficial del gobierno desde 1784. Independientemente de la orientación de los diferentes medios impresos de la época, Guadalupe Curiel Defossé y Lorena Gutiérrez Schott señalan que durante el periodo lerdista se denota la más amplia libertad de imprenta y de expresión a lo largo del siglo XIX, no fue sino hasta octubre de 1876, ya muy avanzada la revolución, cuando el presidente decidió suspender esta garantía constitucional (cfr. op. cit. p. 237).
Aunado al descrédito creciente del presidente, apuntaba Sierra, la Suprema Corte de Justicia, órgano “a un tiempo judicial y político” (op. cit. p. 277), ensanchó considerablemente su poder mediante el uso del recurso de amparo en la política local, previsto en la Constitución, para soslayar los problemas con los gobernadores. Derivado de las largas batallas jurídicas, que acapararon la
atención de los ciudadanos, la mayoría de la Suprema Corte definió la teoría de lacompetencia de origen, con ella el supremo tribunal tenía la facultad para juzgar si las autoridades ante las que se habían interpuesto recursos de amparo poseían la legitimidad o no para dictar las sentencias correspondientes. Dicha prerrogativa permitía a los magistrados dictaminar sobre la competencia de los congresistas, de los gobernadores e inclusive del mismo presidente. Tal facultad terminó, afirmaSierra, por destruir el equilibrio entre los poderes.
En tanto, el intento para superar la crisis económica del país promoviendo la
inversión europea y nacional combinada parecían demorarse indefinidamente “por el recelo de los americanos” (ibid. p. 278) La pretensión de reelección, dadas las circunstancias, asegura Sierra, únicamente fortaleció la consigna desde antes difundida, tanto entre sus enemigos como entre sus amigos: “el señor Lerdo no puede continuar en el poder” (idem). Y fue, también, el detonante para que el levantamiento armado comenzado en la región oaxaqueña de Tuxtepec cobrara una dimensión nacional. El ejército federal logró contener momentáneamente el movimiento concentrándolo en las áreas serranas de Puebla, Veracruz y Oaxaca. Por otro lado, José María Iglesias Inzurruaga, titular de la Suprema Corte, desconoció el resultado de las elecciones que para ese entonces ya daban como ganador a Lerdo, en el entendido de que tanto la cámara de representantes como el presidente infringían la Constitución; sufragio, además, de acuerdo con Sierra, realizado “oficialmente en un estado de sitio” (ibid. p. 279). La resolución que en su doble papel de vicepresidente y magistrado adoptó Iglesias, dice Sierra, a pesar de ser extraconstitucional no significaba una rebelión contra la ley, sino “una medida de salvación pública en un estado perfectamente anárquico” (idem). Iglesias se trasladó a Guanajuato apoyado por el gobernador Florencio Antillón y desde ahí asumió la presidencia paralela a la de Lerdo tras la publicación del
Manifiesto de Salamanca en donde expone el fraude electoral; la misión del magistrado, a quien Sierra describe como un hombre probo y le endosa el éxito de la insurrección pues gracias a su resolución la acción del gobierno central quedó paralizada, fue la de “tender un puente a la revolución para constitucionalizarla” (idem).
La actuación de Iglesias fue desde ese entonces polémica, en opinión contraria a la de Sierra, el redactor del Eco de Ambos Mundos señalaba que la batalla entre el Ejecutivo y la Suprema Corte tenía como trasfondo las intenciones políticas del magistrado.
Deplorable es en todo caso y en todas circunstancias la menor disidencia que pueda provocar un verdadero conflicto de atribuciones entre dos poderes supremos de la nación; este conflicto reviste formas de verdadera gravedad, cuando el país se halla en guerra; y se presenta en el caso del día bajo un aspecto muy desfavorable para la Corte de Justicia, cuando se observa que en la bandera de los rebeldes, y entre los nombres que se oponen al Sr. Lerdo, para la Presidencia de la República, está escrito el del Sr. Iglesias, actual Ministro y Presidente de la Suprema Corte de Justicia.9
A decir de Sierra, el proyecto de Iglesias no prosperó debido a una especie de indiferencia del grueso de la población; el recrudecimiento de la leva “una de lasenfermedades endémicas del pueblo mexicano (las otras son el alcohol y la
ignorancia), que dispersaba al pueblo de los campos en el ejército, como carne decañón” (op. cit. p. 280). Debido a la gran miseria la población rural era orillada a escapar “rumbo a la bola o a dejarse llevar en cuerda al cuartel” (idem). La burguesía que fue reiteradamente saqueada por los gobiernos locales o los revolucionarios, decidió esconder su dinero y la actividad mercantil quedó paralizada. Por su parte la población urbana, que reconocía dotes administrativos pero no políticos en Iglesias, tampoco se sumó a su tentativa. En tanto, la imagen del país en el extranjero se descomponía cada vez más, México era ingobernable y parecía necesitar la tutoría de los Estados Unidos luego de la incapacidad de Europa para sosegar la situación. El diagnóstico de Sierra es muy puntual:
La Constitución había quedado sepultada bajo los escombros de la legalidad: las reformas que la revolución había proclamado eran netamente jacobinas: ni Senado ni reelección, es decir, omnipotencia de la Cámara popular, debilitación del Poder Ejecutivo por la forzosa renovación incesante de su jefe. Quedaba la Corte para proteger el derecho individual. Pero ¿cuándo un tribunal ha servido de valladar positivo al despotismo del poder político, si ese tribunal está también sometido a la elección popular, perenemente suplantada en México por los prestidigitadores oficiales? (ibid. p. 281)
El colmo de los males, afirma Sierra, fue la prensa, “o hacia cruelmente la oposición, o regañaba y aleccionaba incesantemente al gobierno cuando le era
adicta, convergiendo ambas en la exigencia del cumplimiento estricto de las
promesas de los planes revolucionarios” (idem).
Dos de esas demandas fueron las supremas aspiraciones del país: el sufrago libre y la abolición del impuesto del timbre, el cumplimiento de ésta última, agrega Sierra, significaría el “suicidio financiero de la administración” (idem).
Ese panorama de ruinas legales, sociales y políticas fue el que suscitó el deseo vehemente y generalizado hacia la paz, mismo que desarticuló las aspiraciones de José María Iglesias. Muy pocas veces en la historia de los pueblos se vio, afirma Sierra, “una aspiración más premiosa, más unánime, más resuelta” (ibid. p. 282). Sobre ese sentimiento, que supo leer bien Porfirio Díaz, erigió su gobierno, hacer “brotar el árbol de la paz definitiva” (idem). El triunfo de la revolución tuxtepecana fue, ciertamente, favorecido por la animadversión hacia el gobierno lerdista y esa misma antipatía se había desarrollado en torno a José María Iglesias; además, el ejército federal se fue debilitando a través de batallas perdidas o masivas deserciones; por su parte las columnas armadas de la revolución se encontraron en Tecoac y se unieron a la batalla que entablaba el Ejército Regenerador de la República Mexicana comandado por Porfirio Díaz y así lograron vencer definitivamente al General Ignacio R. Alatorre, quien se había fortalecido con un grupo armado de 600 hombres enviados por el mismo Lerdo y parecía sobreponerse en el combate. Tras el triunfo en Tecoac Díaz tomó la ciudad de Tlaxcala y posteriormente la Ciudad de México. El 6 de diciembre de 1876 Porfirio dejó el poder en manos delgeneral Juan N. Méndez y se trasladó al interior de la República con el fin determinar con las fuerzas iglesistas que aún quedaban. El general Méndez reorganizó el ejército y la guardia nacional, finalmente, convocó a elecciones de
las que resultó electo Porfirio Díaz quien tomó posesión el 5 de mayo de 1877.
El presidente electo entendió, dice Sierra, que para hacer duradera la paz debía inspirar en los gobernados fe y temor; aclara el mismo Sierra que no es lo igual temor y terror: “instrumento del despotismo puro” (ibid. pp. 282-283). Dentro de este marco debe entenderse, según nuestro autor, la personalidad del general Díaz, sus actos voluntariosos que precedían a la reflexión y que eran modificados luego de ésta, no son exclusivos de él sino propios “de todos los individuos de la familia mezclada a que pertenecemos la mayoría de los mexicanos” (ibid. p. 284). Y, también, de este espíritu nacional provienen:
[…] las imputaciones de maquiavelismo o perfidia política (engañar para persuadir, dividir para gobernar) que se le han dirigido. Y mucho habría que decir, y no lo diremos ahora, sobre estas imputaciones que, nada menos por ser contrarias directamente a las cualidades que todos reconocen en el hombre privado, no significan, en lo que de verdad tuvieren, otra cosa que recursos reflexivos de defensa y reparo respecto de exigencias y solicitaciones multiplicadas. Por medio de ellas, en efecto, se ponen en contacto con el poder los individuos de esta sociedad mexicana que de la idiosincrasia de la raza indígena y de la educación colonial y de la anarquía perenne de las épocas de revuelta, ha heredado el recelo, el disimulo, la desconfianza infinita con que mira a los gobernantes y recibe sus determinaciones; lo que criticamos es, probable, el reflejo de nosotros mismos en el criticado (ibid. pp. 284-285).
En México, asegura Justo Sierra, no había clases cerradas, la diversificación de clases responde a móviles aledaños en función del “dinero y la buena educación” (ibid. p. 283). La única clase en marcha es la de la burguesía, en ella se absorben los elementos activos de las clases inferiores: la plebe intelectual y los analfabetas. La primera constituida por los descendientes de las familias criollas que viven en el pasado y “vienen con pasmosa lentitud hacia el mundo actual” (idem). Ambas clases sometidas al imperio de las supersticiones y la segunda, además, al del alcohol. La burguesía los atrae por medio del presupuesto o de la escuela respectivamente. La división de razas que en principio conformó la clasificación, afirma Sierra, ha ido neutralizando su influencia en el “retardo de la evolución social” (idem), puesto que “se ha formado entre la raza conquistada y la indígena una zona cada día más amplia de proporciones mezcladas que, como hemos solido afirmar, son la verdadera familia nacional” (idem). En ésta, continúa Sierra, “tiene su centro y sus raíces la burguesía dominante” (idem). Sin embargo, aclara, no hay una filtración constante pues dicha burguesía no ha terminado de emanciparse del alcohol y la superstición. No obstante, en el día en que se sintió gobernada por un carácter firme, “tomó conciencia de su ser, comprendió a dónde debía ir y por qué camino” (idem),
Ejército, clero, reliquias reaccionarias; liberales, reformistas, sociólogos, jacobinos, y, bajo el aspecto social, capitalistas y obreros, tanto en el orden intelectual como en el económico, formaron el núcleo de un partido que, como era natural, como sucederá siempre, tomó por común denominador un nombre, una personalidad: Porfirio Díaz. La burguesía mexicana bajo su aspecto actual, es obra de este repúblico, porque él determinó la condición esencial de organización: un gobierno resuelto a no dejarse discutir, es, a su vez, la creadora del general Díaz; la inmensa autoridad de este gobernante, esa autoridad de árbitro, no sólo político, sino social, que le ha permitido desarrollar y le permitirá asegurar su obra, no contra la crisis, sí acaso contra los siniestros, es obra de la burguesía mexicana (idem).
La industria ferroviaria norteamericana, señala Sierra, como parte de su exponencial crecimiento necesitaba del desarrollo de la red férrea mexicana para ampliar su mercado industrial; esto lo habría hecho de dos formas: interviniendo bajo un pretexto proteccionista arguyendo una situación de ingobernabilidad, o bien, “pacífica y normalmente” (ibid. p. 284) pactando con un gobierno mexicano que ofreciera las garantías necesarias a la empresa y a los trabajares. Por todo ello, dice Sierra, la guerra civil era el peor de los males nacionales y, asimismo, “el mayor y más inmediato de los peligros internacionales” (idem). Díaz garantizó la vía “pacífica”, reconoció las deudas externas, intensificó las medidas de pacificación en la frontera norte y combatió el contrabando, todo esto le valió el reconocimiento de Estados Unidos primero y seguidamente de Francia, España, Inglaterra, Alemania, Italia y Bélgica en 1878.10
Las inminentes elecciones presidenciales ponían en riesgo el impulso hacia el progreso, por ello, dice Sierra, Porfirio Díaz, en contra de sus consejeros, eligió a su propio candidato: Manuel del Refugio González Flores. Una vez en el poder el general González, Díaz formó parte del ministerio. Durante su gestión concluyó la bonanza dejada por los gastos de la construcciones ferroviarias y hubo, una vez más, escasez en el erario; se volvió imposible cubrir los gastos administrativos y se recayó en la corrupción. La prensa volvió a encender los ánimos, su protesta, afirma Sierra, “partía del fondo de esa especie de irreductible honradez y amor a la justicia que constituye la substancia primitiva de la conciencia social mexicana” (ibid. p. 287). La desgracia financiera recordaba, agrega Sierra, a la de 1876, generando entre los ciudadanos la idea de que habían sido ocho años perdidos en el camino de la evolución del país.
El presidente electo volvía al poder en una situación precaria, no obstante, asegura Sierra, se había aprendido una lección: En medio de esta lección dada al gobierno que salía y al que iba a entrar, que
mostraba cuán rápidamente podía alejarse el poder de la conciencia pública y cuán lejos estaba todavía el pueblo de la educación política, comenzó la nueva administración del general Díaz, indefinidamente refrenada, más que por el voto,
por la voluntad nacional (idem).
La banca rota financiera hacía menester recomponer el crédito en el exterior para poder hacer frente a las obras demandadas en pro del porvenir; era necesario, entonces, el impopular reconocimiento de la deuda inglesa que fue interpretada como un atentado y sobre la cual se fabularon inconfesables negocios a la sombra del convenio. Para tomar estas medidas, afirma Sierra, el presidente necesitaba de una gran autoridad política y moral. Con estos factores la obra comenzó a marchar, pero tenía que ir más allá, tenía que garantizar la estabilidad y la seguridad,
A esta seguridad dio satisfacción, dentro de lo humanamente previsible, el establecimiento, primero parcial y luego total y absoluto del primitivo texto de la Constitución, que permitía indefinidamente la reelección del Presidente de la
República (ibid. p. 288).
Así se extinguieron, recuerda Sierra, los dogmas de la revolución tuxtepecana: la abolición del Senado, del timbre y de la reelección. De aquella sangrienta batalla nada había quedado en pie, más que una situación nueva, de transformación: “el advenimiento normal del capital extranjero a la explotación de las riquezas amortizadas del país” (idem), es decir, la última de las tres grandes desamortizaciones de nuestra historia. Esta última, insiste Sierra, solamente podía haber sido realizada por “un hombre, una conciencia, una voluntad que unificase las fuerzas morales y las transmute en impulso nacional; este hombre fue el presidente Díaz” (ibid. p. 289).
Porfirio Díaz fue reelecto bajo el amparo de la ley, por la voluntad del pueblo, su gobierno, dice Sierra, que puede denominarse “dictadura social” o “cesarismo espontáneo” (idem) si se quiere, no puede ser clasificado “en las formas clásicas del despotismo” (idem). Es, continua, “un gobierno personal que amplía, defiende y robustece al gobierno legal” (idem), mediante el cual se ha podido “neutralizar los despotismos de los otros poderes, extinguir los cacicazgos y desarmar las tiranías locales” (ibid. p. 290). Es la gran obra que resulta de aplicar a laadministración pública “los procedimientos de la ciencia” (idem).
Según Sierra, la evolución política del pueblo mexicano fue sacrificada a favor de su evolución social; el día en que un partido tenga la capacidad de agrupar a la gente en torno a un programa y no en torno a una persona, “la evolución política reemprendería su marcha” (idem). Sierra ya ponía en duda la pertinencia de Díaz en el poder, se preguntaba: “Una ambición, es verdad, ¿capaz de subalternarlo todo a la conservación del poder? Juzgará la posteridad” (ibid. p. 289). Ya para 1899 Justo Sierra no acompaño en su campaña de reelección a Porfirio Díaz. Dijo:
“[…] cuando redacté hace algunos años el manifiesto de lo que se llamó la Convención Liberal asenté, con el beneplácito de todos mis compañeros, que la reelección que recomendábamos era la última, que una democracia que se forma o se transforma vive de renovaciones como todos los organismos” 11
Esa duda ya estaba en Sierra desde 1889 cuando redactó México social y político, como lo señala muy certeramente la profesora Carmen Rovira: “En este estudio se advierte su desconfianza y su crítica inteligente, orientadas ambas hacia el régimen porfirista”.12
Volviendo a la evolución social, solamente faltaba para consolidarla, la transformación del terrígena y de su medio:
Nos falta devolver la vida a la tierra, la madre de las razas fuertes que han sabido fecundarla, por medio de la irrigación; nos falta, por este medio con más seguridad que por otro alguno, atraer al inmigrante de sangre europea, que es el único con quien debemos procurar el cruzamiento de nuestros grupos indígenas, si no queremos pasar del medio de la civilización, en que nuestra nacionalidad ha crecido, a otro inferior, lo que no sería evolución, sino una regresión. Nos falta producir un cambio completo en la mentalidad del indígena por medio de la escuela educativa. Ésta, desde el punto de vista mexicano, es la obra suprema que se presenta a un tiempo con caracteres de urgente e ingente. Obra magna y rápida, porque o ella, o la muerte (ibid. p. 291).13
Ese cambio de mentalidad, que pone como meta urgente a las más próximas
generaciones, consiste en:
Identificar su espíritu y el nuestro por medio de la unidad del idioma, de aspiraciones, de amores y de odios, de criterio mental y de criterio moral; encender en él el ideal divino de una patria para todos, de una patria grande y feliz; crear, en suma, el alma nacional, ésta es la meta asignada al esfuerzo del porvenir, ése es el programa de la educación nacional (idem).
La educación “laica, con su espíritu humano y científico” (idem), es el vehículo para la liberación de los mexicanos, pues, concluye Sierra, “Toda la evolución social mexicana habrá sido abortiva y frustránea si no llega a ese fin total: la
libertad” (Ibid. p. 292).
2. La historia, la política y la filosofía en el pensamiento de Justo Sierra
La obra de Justo Sierra es monumental, identificar sus principales tópicos ha sido tarea, igualmente colosal, de grandes maestros. En 1943 y 1944 Leopoldo Zea _indiscutible precursor de la interpretación posterior del positivismo_ publica su libro sobre El positivismo en México, aún antes de la edición de Edmundo O’Gorman. Zea coloca a Justo Sierra al lado de Gabino Barreda, éste se encargo de justificar la destrucción del viejo orden, mientras que aquel se encargo de justificar el establecimiento del nuevo.
A partir del análisis del manifiesto del partido Unión Liberal y de la obra México
social y político, Zea identifica el programa político de Justo Sierra y los fundamentos teóricos para realizarlo. El punto de partida fue la teoría de la evolución social de Spencer y la tesis darwinista del más apto. De acuerdo con
Sierra, explica Zea, el pueblo mexicano está conformado por indígenas, criollos y mestizos; los primeros son la clase más retrograda, principalmente por cuestiones de nutrición y de educación; a diferencia de los argumentos que afirman que las mezclas étnicas producen una raza disminuida, Sierra señala que la raza mestiza es la clase progresista de México, para los indios, puntualizaba Sierra, Maximiliano podría ser Cuauhtémoc pero para los mestizos siempre fue claro que él era su enemigo y se aprestaban con el fusil para confrontarle. Por otro lado, la raza criolla ha establecido, a través de tantos años de colonialismo, dogmas políticos que han impedido a la raza mestiza evolucionar políticamente. Por tanto, una vez creadas las condiciones _orden y paz_ para que se dé la evolución social y política del pueblo mexicano continuará su marcha hacia el progreso. Esa raza mestiza terminará por absorber a las otras constituyendo la verdadera familia nacional. Como ya señalamos antes, esa raza es la que constituye a la burguesía mexicana, por ello, afirma Zea, en el recuento histórico de Sierra se muestra una simbiosis entre esta clase y el porfirismo. Pero la sociedad debe seguir su evolución, la meta es la libertad. La continuidad de Díaz en el poder terminó por lapidar el proyecto de los científicos, su partido que ya prácticamente se había disuelto, se hundió con él. Justo Sierra, el más insigne de sus representantes según Zea, que desde tiempo atrás había advertido el peligro, pugnaba ahora por la restitución de la filosofía, de la libertad y de los derechos del ciudadano haciendo gran eco en la nueva generación.14
Parte de esa nueva generación fue Alfonso Reyes; él explicó el giro teórico de Justo Sierra como un proceso en el que sus diferentes facetas fueron articulándose paulatinamente. En el prólogo que le hace el gran prosista mexicano, redactado en 1939 y publicado un año más tarde, narra cómo su estilo pasó de la poesía a la prosa, de la elocuencia a la sobriedad, determinado principalmente por sus preocupaciones filosóficas y por sus responsabilidades políticas. Especialmente su labor en el Ministerio de Educación hizo padecer al escritor, una labor que recibió su coronación ya casi al final de su vida. La historia redactada por Sierra, la define Alfonso Reyes como una conjunción entre la poesía de la historia y la inteligencia de la historia, la evocación y la interpretación, una crónica que no se atiene al hecho bruto, tampoco descuida la probidad científica, sino que va del estímulo sentimental al económico, integrando el religioso y el político. Es, en último término, la explicación sobre la conducta de las grandes masas humanas. Su mismo estilo, dice Reyes, que no se detiene en el inventario de los hechos, permite descubrir la visión del historiador y el lenguaje mental de su época, que son una representación del mundo. Alfonso Reyes descubre en las páginas escritas por Sierra en las postrimerías del Porfiriato un asomo de previsión: “se ha llegado a una etapa inminente; urge sacar el saldo, hay que preparar a tiempo el patrimonio histórico antes de que sobrevenga la sorpresa”.15 La historia pertenece a los vencedores, si Sierra previó tiempos violentos con un desenlace incierto, es probable que su obra fuera una especie de testamento confiado, no a la memoria de los triunfadores sino al patrimonio cultural de México. Por ello, dice Reyes, La evolución política es un documento incomparable, junto a ella las demás obras de su género resultan modestas. Esto no es una apología ciega, afirma Reyes, su interpretación no se salva de errores, los cuales importa señalar, pero, insiste, quien no la conozca no nos conoce. Sierra, dice Reyes, aplicó el evolucionismo en boga, pero, a riesgo de poner en vilo su carácter científico, nunca descuidó el carácter moral de la historia. En su obra tardía, agrega Reyes, armoniza sus facultades liberales con una visión certera de las humanidades modernas:
“El positivismo oficial había degenerado en rutina y se marchitaba en los nuevos aires del mundo. La generación del Centenario desembocaba en la vida con un sentimiento de angustia […] el propio Ministro de Instrucción pública se erigía en capitán de las cruzadas, juveniles en busca de la filosofía, haciendo suyo y aliviándolo al paso el descontento que por entonces había comenzado a perturbarnos. La Revolución se venía encima. No era culpa de aquel hombre; él tendía, entre el antiguo y el nuevo régimen, la continuidad del espíritu, lo que importaba salvar a toda costa, en medio del general derrumbe y de las transformaciones venideras” (ibid. p. X).
Es muy probable que los verdaderos receptores de esta obra, es decir, los que la elevan, a través del acto configurador de la narración, a un saber práctico _en el sentido ricoeuriano del término16_, hayan sido los ateneístas. El mismo Reyes atestigua esto cuando da cuenta de lo difícil que era acceder a ella; perdida entre las múltiples monografías de otros autores “en que antes apareció y en que era ya prácticamente inaccesible” (ibid. p. XIV). Algunos de esos escritos, comparados con los de Sierra, dice Reyes, “hasta parecen extravíos, sutilezas o divagaciones personales al margen de la historia, empeños violentos por ajustar nuestras realidades a una teoría determinada” (ibid. p. XVII). En fin, una publicación pretensiosa, atestada de inacabables títulos profesionales y de cargos políticos, con ilustraciones poco pertinentes que le daban un aire provinciano, de dimensiones desproporcionadas que dificultaban su manejo y, además, muy costosa. Podemos suponer, también, que el público instruido, que no era mucho, se sintiera reacio a retomar una lectura que desde su misma constitución física diera la impresión de ser la continuidad de un discurso oficialista, ya tan gastado y cuestionado en esa época.
Alfonso Reyes se dice testigo de que en Sierra al Revolución Francesa era la clave del tiempo moderno, “la hora suprema de la historia” (ibid. p. XI); de esa
certeza emanaba su convicción de educador político y su alta estima por la libertad. Esas convicciones reconstruidas al calor del debate político y filosófico, y articuladas en sus profundos análisis históricos, explican la angustia señalada por Alfonso Reyes. Un sentimiento identificado también por la profesora Carmen Rovira:
Entre 1900 y 1902 se publica la obra de Sierra Evolución política del pueblo mexicano. En sus páginas, por cierto admirables, como síntesis y análisis histórico, se nos presenta un Sierra desilusionado y escéptico ante los pocos logros alcanzados en lo político, social y económico. La evolución política de México, fin primordial de su pensamiento político-social no se había logrado. Díaz continuaba en el poder, el mismo Sierra lo apoyaba; la base principal de este apoyo era el temor a la rebelión que, por otra parte, llegaría indefectiblemente. La burguesía y Díaz se apoyaban mutuamente por diversos temores. (Op. cit.).
Sus meditaciones de fin de siglo conforman un marco conceptual más abierto y
reflexivo en el que intenta articular sus convicciones científicas y humanistas con sus análisis sociales y políticos.
Ya desde 1889, en México social y político puede advertirse en Sierra ciertas tonalidades eclécticas al interior de su pensamiento. El liberal, que nunca murió en él, resurge a momentos, ¿acaso no vuelve, a veces, al concepto “abstracto” de justicia y de derechos del hombre?. La influencia de Spencer, S. Mill y del liberalismo tradicional aparecen en su discurso político en una sabia combinación ecléctica, discurso, por otra parte, pleno de sinceridad en el que a momentos se hace patente una angustiosa autoacusación en el plano político. (Idem).
Refiriéndose a la relación entre México social y político y Evolución política del
pueblo mexicano, dice Álvaro Matute: “El libro grande representa la culminación de una reflexión larga que inició el periodista político, maduró el sociólogo y culminó el historiador” (op. cit. p. 438). En el mismo sentido que Alfonso Reyes cuando destaca la necesidad de conocer esta obra de Sierra para conocernos, Matute afirma que para la historiografía mexicana es un referente obligado: “La enérgica diatriba histórica de Vasconcelos le debe mucho, como también la lúcida introspección mexicanista de Octavio Paz” (idem).
3. Justo Sierra y el positivismo latinoamericano
Otro gran intérprete del positivismo en Latinoamérica es el filósofo y pedagogo argentino Arturo Andrés Roig; él identificó dos tendencias generales de explicación sobre el origen del positivismo latinoamericano.17 Según la primera, el positivismo americano no es sino una copia de la doctrina europea, con sus respectivas adecuaciones. Mientras que una segunda tendencia sostiene que las condiciones políticas, económicas, sociales y culturales imperantes en gran parte de Latinoamérica generaron un positivismo regional “avant la lettre”, es decir, que los americanos fueron positivistas antes de conocer la doctrina y, aún antes, de proponérselo. Ambos extremos, según Roig, son inadmisibles, si acaso estaría dispuesto a aceptar que existió una suerte de pre-positivismo dadas aquellas circunstancias. Arturo Roig muestra, mediante el análisis de una gran cantidad de autores de diferentes nacionalidades, que los alcances del positivismo latinoamericano, independientemente del discurso político desarrollado para su introducción en el continente, deben medirse tomando en cuenta sus implicaciones en el ámbito social, económico y cultural. En ese sentido, muestra cómo bajo el proyecto de modernización impulsado por las políticas positivistas, la industria ferroviaria en México y en Argentina alcanzó un crecimiento exponencial. Pero la industrialización promovida por la locomotora benefició a los grandes sistemas de extracción de materias primas de los países industriales y dejó a los nuestros en una relación de dependencia. Por otro lado, Roig señala que la teoría del evolucionismo social tuvo también un gran impacto y fue fuente de expresiones xenófobas; para una buena parte de los positivistas latinoamericanos, agrega, la inferioridad de los negros y de los indios fue aceptada sin discusión. Menciona entre los autores que revelan un racismo más violento a Bulnes, Arguedas, Ramos Mejía y Vallenilla Lanz. A ellos les responde:
Nosotros hemos dicho que obras de este tipo no sirven para convencernos de la inferioridad "racial" de los campesinos indígenas, sino de la inferioridad moral de quienes los describían. (Idem). Roig señala como una de las más funestas consecuencias de este racismo, la coincidencia entre “la época de esplendor de las oligarquías en cuyo seno germinó el positivismo”, y “el genocidio de la población mapuche argentina, en la Patagonia, y el genocidio de la población yaqui en el Estado de Sonora, en México” (idem).
Respecto a los positivistas mexicanos Roig parte de las interpretaciones de Leopoldo Zea y de Abelardo Villegas. Analizando la obra del primero, Roig señala que se pueden identificar tres posibles aplicaciones del término positivismo: el primero, fundacional, a partir de la inclusión de la teoría comtiana como método pedagógico realizado por Gabino Barreda en 1867; el segundo, con la asimilación de las ideas spencerianas a la realidad nacional como parte de un proyecto político encabezado por Justo Sierra en 1889; y el tercero, denominado positivismo mexicano que consiste en la asimilación de la doctrina positivista a la circunstancia mexicana. El esquema de Zea, agrega Roig, responde también a tres momentos:
[…] el fundacional, puesto en acto por Gabino Barreda en 1867; el de la primera generación de discípulos, egresados de la Escuela Preparatoria e Integrantes de la Asociación Metodófila entre los que se destacan Porfirio Parra, Miguel Macedo, Justo Sierra, José Ives Limantour, de entre los que surgirá el grupo de los "científicos" en quienes ve Zea los verdaderos constructores de un "positivismo mexicano” (L. Zea, 1975, 238); y, por último, una generación que marca el ocaso del positivismo, la del Ateneo, institución que junto con el escepticismo filosófico de Justo Sierra, anuncia nuevos tiempos (L. Zea, 1975, 434-448). (Idem).
De acuerdo con Roig, la necesidad de diferenciar momentos o etapas respecto de un mismo fenómeno, en este caso el positivismo, es producto de la incapacidad del mexicano a la que se refería Antonio Caso de seguir un curso dialéctico, uniforme y progresivo en su historia, teniendo que explicarse por superposiciones. El “bovarismo nacional”, es la enfermedad que, según Roig, no sólo padecen los mexicanos sino los latinoamericanos en general. Una tendencia a-histórica de pretender ser lo que no se es, de partir de cero, de comenzar radicalmente, sin historia. La solución a este problema, agrega Roig, estriba en una posición que él llama hegeliana y que consiste en declarar nuestra historicidad y bajo su amparo darnos cuenta de que no padecemos de esa “conciencia defectiva”; sólo entonces podremos replantear los fundamentos del positivismo, aún declarándonos antipositivistas, y remplazar la conciencia utópica por una conciencia histórica, y asimismo: “suspender la revolución y dejar paso a la evolución, promover una política de integración de la población mediante programas de "mexicanización” tal como lo había propuesto Gabino Barreda” (idem).
En esa discontinuidad, dice Roig, hace hincapié Abelardo Villegas. Contrario con la simplificación que hace del positivismo la filosofía de la clase dominante,
Villegas intenta mostrar que dentro del positivismo hubo una sociología de derecha y una de izquierda; la primera, justificadora de la dictadura, de la corrupción y de la explotación, racista y anti-indigenista _su principal exponente
sería Francisco Bulnes “un positivista admirador del fascismo” (idem); la segunda, elaborada por Andrés Molina Enríquez en su libro Los grandes problemas nacionales de 1908, en el que establece los antecedentes de “la ideología agraria de la Revolución” (idem), es anti-imperialista, no se suscribe al darwinismo social y su concepto de raza linda con el de clase social. Esta segunda sociología fue ignorada:
Lógicamente, los integrantes de EI Ateneo lo ignoraron. “La crítica de los ateneístas -entre quienes estaban Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña y José Vasconcelos- no se hizo desde fuera de la cultura burguesa" y "su postura contra la burguesía porfirista -dice Villegas- es fundamentalmente sentimental y no suficientemente radical". En fin "con la aparición de El Ateneo, la incipiente burguesía encuentra una nueva ideología no gastada para emprender su aventura nacionalista". Era un cambio de traje, adecuado a las circunstancias. (Idem).
De acuerdo con Roig el positivismo, además de ser la fuente del cientificismo
como herramienta política, fue la posición metodológica dominante en las ciencias humanas. La sociología se fundó en la epistemología comtiana, “la política, la psicología, la pedagogía y la historiografía […] Todas estas ciencias fueron de hecho refundadas y llegaron a integrar un corpus con una alta coherencia” (idem). Fruto de ella fue también la antropología, “a la que tal vez deberíamos llamarla antropogenética, estrechamente conectada con la paleontología, la psicología social, la psicología de los pueblos, la psiquiatría, fundadas en la psicología entendida como psicología biológica, así como los desarrollos de la psicometría conectados con la pedagogía” (idem). Tanto en la cuestión teórica como en la práctica, Roig señala que el positivismo formó parte de un proyecto de modernización con sus ya referidos alcances y sus consabidas consecuencias. Por último se cuestiona Roig sobre las nociones de “identidad social” y de “identidad nacional” que derivaron de todo este movimiento. Además de las aludidas en la práctica política, se desprendió un movimiento narrativo denominado la “Psicología de los pueblos” (idem). Este tipo de escrito, dice Roig, más que como tratado se desarrollo como ensayo, pero con la pretensión de tener un fundamento científico y, por ello, a pesar de la libertad narrativa, derivaba en un discurso dogmático; su uso, se lamenta Roig, fue frecuentemente con fines de manipulación como se puede observar en “centenares de escritos menores que llenan el periodismo de la época” (idem). Las diferencias étnicas y raciales de este tipo de escritos, dice Roig, se montan sobre las formas categoriales de “inclusión, marginación y exclusión sociales. Todos estos autores dan respuestas a la cuestión del «lugar» que se ha de ocupar dentro de una estructura social controlada y sometida a un «orden»” (idem). Citando a Alejandro Korn sobre su análisis del positivismo argentino, dice Roig, cuando las oligarquías construyeron el país dándole al argentino una identidad social y nacional, generaron un “naufragio étnico”. No se refiere a la población indígena americana sino a la “hispano-americana” y a los inmigrantes europeos, incorporados a los más bajos estratos sociales.
Se ve, pues, que gran parte del peso del positivismo en México recae sobre los
hombros de Justo Sierra, y con justa razón. Zea, y siguiendo a éste Roig, lo ubican de manera indirecta en la primer etapa del proyecto positivista y de manera directa en las otras dos: como interlocutor de Barreda, etapa de la que se desprende el proyecto pedagógico; como el más insigne miembro del partido Unión Liberal, etapa de la que se desprende el ideario político; y, finalmente, como el impulsor de las nuevas ideas filosóficas sobre las que se desarrollará la crítica ateneísta. Entre las dos últimas etapas se revela el giro teórico en el pensamiento de Sierra, su escepticismo. Visto de manera general y constreñido al porfiriato, el cambio es interpretado comúnmente como un pragmatismo político que hace uso de la filosofía y de la historia de manera flagrantemente intencionada y justificadora. El caso típico del filósofo mexicano que hace las veces de político, o viceversa, que cuando no se salen bien las cosas se inventa unas nuevas, o mejor dicho, imita otras tendencias y se edifica una nueva identidad, se cambia de traje. El problema es que si partimos del axioma de que el pensamiento mexicano es ambiguo o contradictorio limitamos la acción interpretativa puesto que al encontrarnos con una desavenencia la atribuimos al carácter asistemico del mismo y nos desentendemos de la obligación de explicarla. Haciendo un esfuerzo interpretativo podemos advertir que en las tres etapas señaladas por Zea, Sierra mostró una postura reflexiva y crítica; al modelo cerrado de los tres estados de Comte, impulsado por Barreda, opuso el evolucionismo social de Spencer, que a su juicio parecía una teoría más progresista que podía acelerar la evolución social del país. Asimismo, cuando redactó el manifiesto del partido Unión Liberal Sierra advirtió que era la última vez que participaba puesto que para él era urgente en primer lugar enfrentar el intervencionismo norteamericano _en 1901 la UFC (United Fruit Company), empresa norteamericana dedicada principalmente al cultivo del plátano (de ahí el término peyorativo de repúblicas bananeras), era la principal fuerza política y económica de Guatemala, llegó a controlar más del 40% de la tierra del país y las instalaciones de los puertos, el temor de Sierra estaba bien fundado_, pero, inmediatamente después, se tendría que reemprender la marcha de la evolución política. Finalmente, el giro teórico de Sierra, o mejor dicho su eclecticismo como lo señala la profesora Rovira, podría interpretarse como la
búsqueda de las formas más adecuadas para lograr dicha evolución y de contener las enajenaciones de la dictadura. Sobre la pertinencia y validez de las teorías positivistas en el ámbito latinoamericano, esa ya es otra cuestión y merece una reflexión en otro sentido.
4. La cuestión indígena y la educación en Justo Sierra
Del último apunte de Roig podemos destacar que la reflexión positivista latinoamericana se orientó hacia la naciente clase “hispano-americana” o clase mezclada como el vehículo sobre el cual se sustentaría la verdadera familia nacional. Los indígenas, que para muchos positivistas no constituían una clase puesto que no intervenían en el desarrollo del país, eran una casta destinada a desaparecer, ya sea por eliminación o por absorción; en todo caso, según la ideología mestiza, como lo señala Roig, “lo mejor que le puede pasar a un indio es dejar de ser indio” (op. cit.). Sobran los ejemplos de racismo punzante entre los positivistas, como señalé más arriba, citando también a Roig, la inferioridad del indio fue aceptada sin reparo. Cabe mencionar que ese racismo no es exclusivo del pensamiento positivista, tiene un arraigo muy profundo en las comunidades latinoamericanas, se remonta hasta aquellas tipificaciones vituperantes de principios de la colonia que referían a los americanos como amentes necesitados de la guía y del gobierno imperial. Dentro del mismo fenómeno de la colonización,cuyo eje civilizatorio fue la evangelización, distingue el profesor Mauricio Pilatowsky dos líneas generales: una que en busca de la unificación políticoreligiosa “instrumentó mecanismos de sometimiento y persecución que buscaban erradicar las prácticas paganas a sangre y fuego [y otra] que se podría definir como de carácter humanista. Para estos misioneros la palabra de Cristo debía transmitirse con amor y caridad, por lo que muchos de ellos se entregaron a la lucha a favor de los derechos de los vencidos”.18 De los autores de esta evangelización humanista encontramos descripciones de los indígenas más “benevolentes” como la de Bartolomé de las Casas:
Todas estas universas e infinitas gentes, a todo género crío Dios los más simples, sin maldades ni dobleces, obedientísimas, fidelísimas a sus señores naturales y a los cristianos, a que sirven: más humildes, más pacientes, más pacíficas y quietas: sin rencillas ni bullicios, no rijosos, no querulosos, sin rencores, sin odios, sin desear venganzas que hay en el mundo. Son asimismo las gentes más delicadas, flacas y tiernas en complición, y que menos pueden sufrir trabajos, y que más fácil mueren de cualquier enfermedad.19
Durante la época colonial la literatura recogió los sentimientos profundos de la población, la censura era una práctica común. Ya desde aquella primera generación de criollos, que habían perdido su fulgor y prepotencia previa, y reclamaban su reconocimiento frente a los peninsulares; tal es el ejemplo de Baltasar Dorantes de Carranza _hijo del conquistador Andrés Dorantes, compañero de Pánfilo de Narváez_ quien en su texto ufanista (Sumaria relación de las cosas de la Nueva España) hacia una apoteosis de la flora y la fauna mexicana. El descontento criollo llevó al levantamiento fallido encabezado por Martín Cortés, hijo de Hernán. Luego de la derrota llegó el momento de hablar en voz baja, comenzó la animadversión entre peninsulares y novohispanos que se mantuvo vigente hasta después de la Independencia. La diferencia en ese entonces no era étnica, económica o social, sino geográfica, por ello, ese afán de los autores ufanistas por sus descripciones paradisiacas, de eso dependía, creían, su reivindicación. Paralelamente el indio, esa creatura que compartía el paraíso con el bello colibrí, que hablaba, según Bernal Díaz del Castillo, con la “suavidad del aguamiel” formaba parte de ese imaginario literario. Sus buenas maneras para hablar se habían transmitido al criollo, por ello, éste hablaba como si toda su vida hubiera vivido en las cortes. El jesuita Juan José de Eguiara y Eguren en 1755 ya defendía la producción literaria novohispana como una producción original. El ufanismo fue también propio del periodo barroco y llegó hasta la literatura neoclásica, que engendraba, además, ideales liberales. Los escritores del siglo XVIII heredaron también ese sentimiento de diferencia. En Carlos María de Bustamante es evidente un humanismo nacionalista, un intento por generar una identidad nacional que incluyera a los diferentes sectores de la población.20
A principios del siglo XIX una nueva forma de hacer prensa escrita logró hacer
converger las expresiones de los habitantes de las diferentes regiones del
virreinato y de recoger lo sembrado en los tres años de dominación española.
Hasta antes de octubre de 1805 la prensa mexicana se limitaba a la entrega
quincenal de la Gazeta de México _publicación oficial del gobierno desde 1784_y a algunos folletos, casi todos religiosos, que eventualmente circulaban por el país. Fue el día primero de ese octubre cuando _sus editores y fundadores_ el dominicano Jacobo de Villaurrutia y el mexicano Carlos María de Bustamante, tras una larga serie de pugnas con Juan López Cancelada _editor de la Gazeta_ pusieron en circulación el ejemplar inaugural del primer periódico cotidiano mexicano: el Diario de México. Fueron dos las épocas del Diario, la primera culmino el 19 de diciembre de 1812, mientras que la segunda comenzó al día siguiente y finalizo el 4 de enero de 1817. A pesar de su relativa corta existencia, el Diario…, tuvo un fuerte impacto en la vida del país, modificó la imperante manera de darle información al pueblo y se erigió como medio masivo de comunicación. Desde su entrada manifestó su intención de ser un periódico popular, de incluir en sus contenidos la opinión de las personas que acudieran a alguno de los buzones instalados en los doce puestos de cigarros en los que se vendía, sin distinción de niveles o clases. La respuesta de la audiencia fue veloz, en sus páginas se leen: “entre más de un millar de nombres, títulos, tópicos y seudónimos, el filosofismo en boga, la crítica imperante, la literatura más actual y, naturalmente, la férrea reacción escolástica”.21
Su poder de convocatoria alertó al entonces virrey José de Iturrigaray, que en esa inusitada línea editorial se gestaba algo diferente. Las páginas del Diario de México encierran un debate que, si bien embrionariamente, comenzó a movilizar las mentes ilustradas, ocultas, casi siempre, en los consabidos seudónimos. (Idem).
El atemorizado virrey terminó por prohibir ese tipo de recolección _que crecía y
se arraigaba rápidamente. Ésta permitía la comunicación libre y anónima, la
expresión sin censura de críticas y opiniones. Fue un vínculo que permitió a los
hombres de letras comunicarse y, posteriormente, agremiarse; que les permitió
“fundar una literatura propia, con destinatarios e interlocutores en su propia tierra” (idem). Así, el Diario de México, fue mentor de la primera asociación literaria propia: la Arcadia de México. Sin embargo, la labor de los árcades se olvidó “con la exacerbación del nacionalismo y la repulsa a todo lo sembrado durante tres siglos de dominación hispánica” (idem) que dejo la lucha por la independencia _y en la cual, paradójicamente, tuvo gran incidencia. El nacionalismo independentista no fue depositario del nacionalismo humanista. De aquella “primera familia” nacional, que en palabras de Doris M. Ladd: “estaba orgullosa de contar entre sus antepasados a indígenas y así lo acentuaba en sus documentos oficiales”.22 La revaloración del indígena no llegó. Las condiciones de explotación, exclusión y exterminio a que fueron sometidos bajo el proyecto civilizatorio imperial persistieron. Aún después de la gesta independentista el indígena fue despojado de su tierra y fue mantenido dentro del sistema feudal colonial, destruyendo, con ello, sus formas autóctonas de organización social y política. Además, en el terreno ideológico su existencia siguió siendo incomoda, para algunos insoportable. El positivista mexicano no reparó en la inferioridad del indio porque ese prejuicio ya formaba parte de su imaginario nacional, les recordaba su “bastardo” pasado. La colonia tenía dos significaciones predominantes: el criollo y el indígena (el chingón y la chingada, palabras malditas). El mestizo (la raza cósmica, europeizada por supuesto), en cambio, intentaba ser la negación y superación de una historia que ya no querían escuchar.
Si en algo influyó el positivismo en el racismo nacional, fue en darle un carácter
“científico” _eugenesia. Por ello, encontrar una propuesta de integración del indígena (con toda su carga ideológica), es más difícil, resultan casos excepcionales pues me queda claro que no solamente se trata de un matiz diferente dentro de un mismo proyecto de nación, sino de una propuesta diferente que implica deconstruir un imaginario profundamente arraigado.23 Uno de esos calveros excepcionales fue José María Vigil que analizaré en otra parte. Otro caso interesante es el citado por Abelardo Villegas: Andrés Molina Enríquez.
A Molina se le reconoce la intención por integrar a los indígenas dentro de la división social de clases, con ello Molina mostrará que ellos no sólo formaban parte de la sociedad en desarrollo sino que constituían la verdadera fuerza productiva del país; además, mostrando dónde residía la fuente del valor fundamenta la necesidad de invertir recursos en el campo, de ahí que se le considere como el precursor de la reforma agraria. En su obra Los grandes problemas nacionales, publicada en 1909, presenta un esquema de la distribución de la población de México en un modelo de clases sociales:
Clases altas o
privilegiadas
Extranjeros Norte americanos
Europeos
Criollos
Criollos nuevos
Criollos moderados
Criollos conservadores
Criollos clero
Mestizos
Mestizos directores
Mestizos profesionales
Mestizos empleados
Mestizos ejército
Mestizos obreros superiores
Indígenas Indígenas clero inferior
Clases medias Mestizos Mestizos pequeños
propietarios y rancheros
Clases bajas Indígenas
Indígenas soldados
Indígenas obreros inferiores
Indígenas propietarios comunales
Indígenas jornaleros
Según Molina el trabajo de sólo cinco clases, las más bajas, soportan el peso de las doce superiores. Las clases trabajadoras son: los indígenas jornaleros,
indígenas propietarios comunales, indígenas obreros inferiores y los mestizos
pequeños propietarios y rancheros. 24
De acuerdo con Molina, y así lo muestra, el indígena no es una clase pasiva, inerte, necesitada de un impulso que la haga reaccionar, no es, pues, el lumpenproletariado. Regresando a Justo Sierra recordemos que para él, en efecto, el colectivo indígena es una clase inferior, retrógrada; pero a diferencia otros autores, como los citados por Roig, no explica las diferencias en términos genéticos, por el contrario, su retraso se debe, como mencioné más arriba, a cuestiones de nutrición y de educación; es producto de una larga herencia de sometimiento, de malos tratos y de mala alimentación. Lo que se tenía que hacer con los indígenas era hacerlos consumir más carne y menos chile y pulque, pero sobre todo, tenían que ser educados. El analfabetismo era la fuente de la superchería y de la pasividad, decía Sierra, el indígena gasta su jornal en aguardiente y lo demás va a la iglesia “limosnas, ceras, ex votos”. La educación laica, científica y humanista, posibilitaría el cambio de mentalidad que necesitaba el indio para “encender en él el ideal divino de una patria para todos, de una patria grande y feliz; crear, en suma, el alma nacional, ésta es la meta asignada al esfuerzo del porvenir, ése es el programa de la educación nacional” (op. cit.). El indígena era absolutamente susceptible de instrucción y mediante ella era capaz de alcanzar las mismas grandezas que cualquier otro hombre; prueba de esto es el siguiente pasaje de Sierra en el que describe a la civilización tolteca:
Los cronistas indígenas o españoles han enmarañado por tal extremo la historia y el simbolismo místico de este grupo, interesantísimo entre los que llegaron a una cultura superior en América, que es casi imposible obtener sino una verdad fragmentaria. Su historia parece tener un periodo de expansión: los toltecas dominan, además del valle feraz de Tula, buena parte del valle de México y del de Puebla; conquistan los santuarios piramidales de Teotihuacán, en donde establecen su ciudad sagrada, dedicando las principales pirámides al Sol y a la Luna, y el de Cholula, cuyo homul queda consagrado al culto de la estrella de Venus o Quetzal-coatl. El segundo período es el de la concentración: llega entonces a su apogeo la cultura de los nahoas. Parece que en uno de los santuarios de la estrella Quetzal-coatl, en Tula la pequeña (Tulancingo) se había elaborado un culto moralmente superior a los cruentísimos ritos que el culto de la Luna (Tetzcatlipoca) exigía; el sacrificio humano, resto del primitivo canibalismo de los pueblos sometidos a largos periodos de hambre, era el sacrificio supremo; se dice que los adoradores de Quetzal-coatl lo rechazaban, y eran éstos tan
renombrados por sus conocimientos astrológicos y por su habilidad en las industrias y lo acertado de sus consejos a los agricultores, como que conocían el cielo, que en la misma Tol-lan tenían partidarios. La casta guerrera, de la que los nahoas-colhuas formaban acasola porción más activa, había reinado hasta entonces; un día, por una suerte de reacción nacional, se encumbra al trono el sumo sacerdote de Quetzal-coatl en Tolantzinco. Esto, según los cronógrafos, pasaba al comenzar el siglo IX o X. el pontífice-rey tomó el nombre de su divinidad, y la leyenda y la tradición de consumo personifican en él todas las excelencias de la civilización tolteca. Fue el purificador del culto, lo limpió de sangre; sólo empleaba sencillos sacrificios. Probablemente en aquella edad de oro de la teocracia los sacerdocios de Tol-lan, de Teotihuacán y de Chololan consignaron en los monumentos y en los libros ideográficos sus estupendas concepciones sobre el origen y jerarquía de los dioses, sobre el origen del universo, el de la tierra y al humanidad…25
En el mismo apartado señala en una nota a pie de página el porqué de la dificultad de tener un conocimiento más exacto de esas grandes civilizaciones:
Hay que pensar en que la destrucción sistemática de todo cuanto podía recordar el culto antiguo, llevada adelante por los misioneros españoles, y el silencio de muerte impuesto a los sacerdotes que, en corto número debieron haber sobrevivido a la conquista, nos ha privado de los documentos indispensables […] De aquí provienen dificultades insuperables para conocer con exactitud los elementos de las grandes civilizaciones americanas (ibid. p. 21).
Por otro lado, Justo Sierra no pasaba por alto la importancia del desarrollo agrícola, por el contrario, recordemos que al final de su análisis insiste en que la tarea más urgente para consolidar la evolución social del pueblo mexicano era devolver la vida a la tierra por medio de sistemas eficientes de riego. Su carácter urgente era, precisamente, para hacer frente a la progresiva dependencia de la economía mexicana con el extranjero.
Otro tema que también abordo Sierra respecto al indígena fue el de su mezcla con el inmigrante europeo. Cuestión que también circunscribía a esa urgencia por responder a las circunstancias de su tiempo. Si consideramos la cita que transcribo de la Evolución política… al final del primer apartado, podemos observar que como condiciones para el cambio de mentalidad del indígena propone dos cuestiones, a saber, la educación y la mezcla. La primera, de mayor importancia, implica todo un proceso pedagógico, que a su vez requiere de toda una infraestructura; el cambio por este medio es gradual y lleva un periodo de tiempo significativo. A diferencia de éste los beneficios del segundo serían mucho más inmediatos considerando, como seguramente lo creyó Sierra, que dicho inmigrante posee una conciencia formada en culturas que han desarrollado un sistema industrial como al que aspiraba México.
Ahora bien, poder explicar un hecho dentro de un contexto particular, no quiere
decir justificarlo. No podemos pasar por alto la perversión que actúa encubierta
bajo una razón de Estado, ningún gobierno “moralmente constituido” puede decidir sobre el destino de un grupo étnico. De lo contrario nos acercamos a un
totalitarismo, que en su forma más “atenuada” genera una exclusión sistemática y en su forma más violenta instrumenta el genocidio.26 En este caso tendríamos que preguntarnos si lo que era “bueno” para “la verdadera familia nacional”, también lo era para los indígenas. Máxime considerando que la burguesía dominante que ahora convocaba a la integración lejos de romper la cadena y el yugo, la habían perpetuado.
5. El problema de la nación. Reflexiones finales
A finales del XIX y principios del XX en México, la gran mayoría de los políticos se decían republicanos; centralistas, federalistas, jacobinos, positivistas, liberales, liberal-conservadores, todos republicanos; hasta la dictadura tenía una razón republicana. Tomando la estafeta de Justo Sierra, decía Francisco Bulnes ante la Cámara de Diputados para justificar la sexta reelección de Díaz:
Debo, pues, apoyar la reelección con razones republicanas, con razones democráticas, con razones de principios, y pisar valientemente el terreno de larealidad…27
Da la impresión de que el término republicano es un concepto vacío cuyo contenido es vertido por el orador en turno. Lo que es importante rescatar para ese orador es el juicio valorativo que reviste el término; en el glosario político mexicano decimonónico decirse republicano era valorado de manera positiva. Lo mismo con los términos que acompañan su alocución: democracia y principios; incluso la palabra realidad, pues recordemos que el argumento de los porfiristas para las reiteradas reelecciones se centraba en la necesidad de afrontar las gravosas circunstancias actuales con el vigor y el rigor del general. Y de igual manera podemos seguirnos con progreso, modernización, evolución, laicismo, libertad… Finalmente estos términos convergían en la idea de nación. En el mismo discurso de Bulnes encontramos una frase que nos da una imagen del carácter simbólico que envolvía esa idea:
Yo creo que la reelección debe ser más que una brillante cuestión de presente, que debe de ser algo de nacional, y sólo es nacional lo que tiene porvenir. (Ibid. p. 348).
En su silogismo hipotético el término nacional sirve de partícula conjuntiva para
poder concluir, aunque no lo mencione: la reelección es lo que tiene porvenir. La idea nación era el elemento clave para construir, a partir de él, los diferentes
imaginarios colectivos que se debatían en la época, pues éste refería, a su vez, a toda una estructura ideológica. Indagar los diferentes proyectos nacionales a través de sus exposiciones y justificaciones es una labor compleja que nos remite a buscar el origen de cada uno de ellos, para poder explicar congruentemente sus particularidades. En ese sentido la propuesta del profesor Ambrosio Velasco Gómez28 ayuda a esclarecer el asunto.
Ambrosio Velasco señala que la nación es “la apelación por excelencia para justificar la legitimidad de la soberanía estatal” (ibid. p. 68). Identifica dos formas generales de nación a partir de su origen. Si se apela a la nación desde las comunidades o pueblos que reclaman su soberanía frente a un Estado ya
constituido, entonces se trata de un movimiento emancipador. Ahora bien, cuando la apelación surge desde el Estado ya constituido surgen dos posibilidades; que se enfrente al intervencionismo extranjero, en ese caso es un movimiento de resistencia; o bien, que se dirija en contra de culturas o etnias englobadas en el territorio nacional para justificar la conservación de la soberanía del Estado-nación y “negar las pretensiones de autonomía y soberanía de las comunidades subnacionales” (ibid. p. 69), con la correspondiente amenaza de represión y uso de la violencia, que es potestad legal del Estado. Al movimiento que tiene un fin emancipador, que surge de la sociedad civil como demanda hacia el poder estatal, el profesor Ambrosio la llama “nación cultural”; mientras que aquel que surge del propio Estado con la pretensión de alcanzar una identidad homogeneizadora y excluyente de la diversidad original, la llama “nación estatal”. Esta diferenciación entre nación cultural o estatal, agrega Ambrosio Velasco, coincide con la caracterización que Mónica Quijada expone en su trabajo “El paradigma de la homogeneidad”, sobre la nación antigua y la moderna:
A diferencia de lo que sucede en las “naciones antiguas”, las modernas no surgen de las tradiciones, costumbres, mitos y representaciones que se desarrollan históricamente en los diferentes grupos, clases y corporaciones sociales, sino que la nación, en su acepción moderna surge de la acción del Estado, a través de la educación universal, uniformación lingüística, unificación de la memoria histórica, la expresión de la práctica asociativa y la consolidación de un sistema electoral. Así, la gestión nacionalista del Estado construye a la ciudadanía que representa y que le otorga legitimidad a través de las elecciones. (ibid. p. 71).
También la profesora María Rosa Palazón distingue a partir de las acepciones del término “nación”, especialmente del eje semántico “familia”, dos formas generales de vinculación social. Una en la que en torno del elemento inaugural Padre/Madre los sujetos “reconocen a la familia como núcleo organizativo común y comunitario”;29 y otra en la que la referencia Padre/Madre tiene un carácter autoritario, “impositivo y vertical, la «familia» es el conjunto de criados o esclavos (de famullatus)” (ibid. p. 18). La primera es propia de un nacionalismo defensivo y liberador, la segunda lo es de un nacionalismo centralista y represor. En el caso de México, Ambrosio Velasco explica el origen de dos proyectos de nación en torno de la lucha de Independencia. Durante el periodo virreinal, agrega, se fue desarrollando paulatinamente un “nacionalismo criollo” que dio origen a la ideología de la Independencia en la primera década del siglo XIX. Luego de la Independencia surgió el proyecto moderno del México independiente.
El primero surge de la tradición republicana de los humanistas del siglo XVIII, Alegre, Clavijero, Márquez y Maneiro, quienes con una alta estima de las culturas indígenas, postulaban la idea de una patria preexistente a la llegada de los españoles y reclamaban el derecho a recuperar su gobierno. Ese “patriotismo criollo” o “indigenismo histórico”, señala Ambrosio, influyó en los teóricos de la Independencia: Verdad, Azcárate, Mier, Talamantes, Bustamante. Y, asimismo, las demandas de Hidalgo y Morelos en función de libertad política, equidad social y democracia, fueron resultado de este nacionalismo. Con Iturbide finaliza el proyecto del humanismo republicano y es sustituido por las ideologías liberales y conservadoras que pugnan por constituir un Estado independiente y por decreto una nación mexicana. Este nuevo proyecto, dice Ambrosio, fue hostil hacia los indígenas, recuerda como José María Luis Mora le reclama a Bustamante que por ley “ya no existen indios” (op. cit. p. 77). Una de las prácticas de la “nación estatal” es excluir a los indios no como individuos sino como colectivo. Así, el “indigenismo histórico” se fue extinguiendo y fue consolidándose la ideología liberal. No obstante, en opinión del Ambrosio Velasco, aún permanecen ecos de ese humanismo republicano en la Constitución de 1857, particularmente por su defensa de la inviolabilidad de los derechos del hombre.
Esto da cuenta de la implacable crítica que los positivistas lanzaban en contra de la Constitución del 57. Pareciera que con su abolición quisieran eliminar los restos de un proyecto de nación diferente y, así, consolidar el suyo. En un artículo titulado “Verdades”, publicado en el periódico La libertad, el 4 de septiembre de 1878, Francisco G. Cósmes escribía:
Será lo que se quiera; pero el hecho es de que, maldita la gracia que hace a lasociedad mexicana el seguir representando el papel de carpa y de conejo, y que si se le preguntara francamente su opinión, con franqueza respondería que desea un poco menos de derecho en cambio de un poco más de seguridad, de orden y de paz […] Ya hemos realizado infinidad de derechos que no producen más que miseria y malestar en la sociedad. Vamos ahora a ensayar un poco de tiranía, pero tiranía honrada, a ver qué resultados produce […] Podrá producir males; nunca más que lo que nuestras constituciones y derechos han causado al país.30
También en esa época en las páginas de La Libertad y del Monitor Republicano
protagonizaron una célebre polémica Justo Sierra y José María Vigil. Su diferendose prolongó durante varios años y por diferentes medios. Vigil defendía el carácter republicano de la Constitución, los derechos y las libertades individuales y el equilibrio entre los poderes; defendía la educación humanista como fuente de valores éticos, políticos y civiles, necesarios para formar ciudadanos libres,31 proponía una reinterpretación de la historia en la que se incluyera el pasado prehispánico, la época colonial y el México independiente, de la cual debería surgir una identidad nacional integral. Sierra, por su parte, cuestionaba las libertades individuales insistiendo en que deberían subyugarse al poder ejecutivo pues, coherente con su proyecto positivista, sostenía que era necesario establecer el orden y la paz para alcanzar el desarrollo social y económico que México requería antes de emprender su evolución política; abogaba por una educación predominantemente científica para darle al país ciudadanos capaces de realizar su modernización, acusaba a las humanidades de ser fuente de principios metafísicos; su interpretación de la historia, ya lo hemos visto, giraba en torno del mestizo; las glorias de los pueblos originarios de América formaban parte del mismo pasado que los colonizadores españoles, los indígenas y los criollos no eran sino penosos resabios de ese pasado que impedía la consolidación de la nación; En el mestizo deberían absorberse las razas que habitaban el territorio nacional. Podemos concluir que para Justo Sierra y su idea de nación, el mestizo representaba la unidad étnica, la unidad lingüística, la unidad cultural, la unidad territorial, en fin, la homogenización total de la “verdadera familia nacional”.
1 Justo Sierra, “Tres Cruces”. Fragmento. Revista Nacional de Letras y Ciencias. México, 1890, t. III, pp. 465-466.
2 “Justo Sierra, el positivista romántico” en La república de las letras. Asomos de la cultura escritadel México decimonónico. Editores: Belem Clark y Elisa Speckman. México: UNAM, 2005. Vol.III, p. 437.
3 “Historia política” y “La era actual” fueron las dos contribuciones de Justo Sierra a la obracolectiva México, su evolución social, publicada originalmente en dos tomos entregados en tresvolúmenes entre 1900 y 1902 por J. Ballescá y Cia. y dirigidos por el mismo Sierra. Los trabajos deSierra fueron publicados de manera independiente en un sólo volumen por la Casa de España enMéxico (actualmente Colegio de México) hasta 1940 bajo el título: Evolución política del pueblomexicano, con prólogo de Alfonso Reyes. A esta edición siguieron las Obras Completas publicadasen 1948; La evolución política… forma el tomo XII, dirigido y anotado por Edmundo O’Gorman.
4 Sobre sus diferencias con Gabino Barreda véase Leopoldo Zea, Positivismo en México.
Nacimiento, apogeo y decadencia. México: FCE, 1975, pp. 131-133.
5 Justo Sierra, Evolución política del pueblo mexicano. Prólogo y cronología de Abelardo Villegas. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977, p. 289.
6 Guadalupe Curiel Defossé; Lorena Gutiérrez Schott, “Fuentes hemerográficas para el estudio de la libertad de expresión en el siglo XIX. La prensa satírica: 1841-1876”, en Margarita Moreno-Bonnet; María del Refugio González, La génesis de los derechos humanos. México: UNAM/Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2006, p.237
7 El periódico El Iris, después de la desaparición del Diario de México, fue el primer impreso de
corte literario del México independiente. Pero, además, como lo señala la profesora María del Carmen Ruíz Castañeda, dos de sus redactores, los italianos Claudio Linati y Florencio Galli, mostraron una orientación claramente política, lo que les costó actos de censura. Del primero dice la profesora: “declarándose partidario de la libertad y enemigo del despotismo”. “El Iris. Periódico crítico y literario”, en La República de la Letras. Asomos a la cultura escrita del México decimonónico. Editores: Belem Clark de Lara y Elisa Speckman Guerra. México: UNAM, 2005. Vol. II, p. 79.
8 Citado en Publicaciones periódicas mexicanas del siglo XIX: 1856-1876 (Parte I). Fondo Antiguo de la Hemeroteca Nacional de México. Coordinación y asesoría de Guadalupe Curiel y Miguel Ángel Castro. México: UNAM, 2003, p. 153.
9 José M. Santos Coy, “El Ejecutivo y Suprema Corte de Justicia”, El Eco de Ambos Mundos, 4 de julio de 1876, p. 2.
10 Los compromisos que adquirió Porfirio Díaz con el capital extranjero para desarrollar la industria ferroviaria en el país, a través de la compra de deuda, empréstitos y la hipoteca sobre Ferrocarriles Nacionales de México, que aun no nacía, produjeron un endeudamiento que creció de 126.9 millones de pesos en 1890 a 578 millones en 1910. La deuda ferroviaria provocó una creciente dependencia de las finanzas nacionales con el extranjero; esta situación fue cuestionada en 1907 por el mismo Sierra, a propósito de la defensa de su programa educativo: “los ferrocarriles, las fábricas, los empréstitos y la futura inmigración, y el actual comercio, todo nos liga y nos subordina en gran parte al extranjero. Si anegados así por esta situación de dependencia, no buscamos el modo de conservarnos a través de nosotros mismos, y de crecer y desarrollarnos por medio del cultivo del hombre en las generaciones que llegan, la planta mexicana desaparecerá a la sombra de otras infinitamente más vigorosas”. Citado en la “Cronología” de Abelardo Villegas, ibid. p. 404.
11 Citado en la “Cronología” de Abelardo Villegas, ibid. p. 392.
12 “Justo Sierra ante la condición humana”, en Alberto Saladino García (compilador), Humanismo mexicano del siglo XX. Toluca: Universidad Autónoma del Estado de México, 2004, Tomo I, pp. 121-134. Disponible en http://www.ensayistas.org/critica/generales/C-H/mexico/sierra.htm.
13 La doctora Rovira muestra que la colonización era uno de los temas de México social y político, cita la profesora: “El remedio radical no es nuevo, no podía serlo... es un tópico, pero una verdad: la colonización... todo nuestro porvenir estriba en fomentar el crecimiento de esa familia, en activar la mezcla, en crear un pueblo. El único medio es la aclimatación de elementos de procedencia europea más o menos directa entre nosotros; es la colonización” (idem).
14 Véase Leopoldo Zea, El positivismo en México: Nacimiento, apogeo y decadencia. México: FCE, 1975, pp. 397-448.
15 Alfonso Reyes, “Prólogo” a Justo Sierra, Evolución política del pueblo mexicano. México: La
Casa de España en México, 1940, p. XVI.
16 De acuerdo con Paul Ricoeur, en la lectura de un texto se da un doble movimiento, bidireccional, que permite la articulación del tiempo subsumido en la obra y la diversidad, discontinuidad e inestabilidad propias del lector. Las capacidades del agente de la acción, se convierten en las capacidades de un personaje puesto en trama. Ésta _como historia de una vida_se configura correlativamente con la identidad del personaje _en la que se integran sus dos acepciones: idemipse _, la narración es el poder configurador. El carácter inaugural del obrar del personaje, obrar caracterizado por su rasgo teleológico, necesita del acto configurador de la narración, en este sentido la historia narrada configura la identidad del personaje. Asimismo, el relato, como mimesis de la acción, muy a menudo es fuente de consideraciones éticas que tiene implicaciones en los planes de vida de una persona o de una colectividad, se trasladan de la narración, como acciones significativas, a la vida cotidiana a manera de un saber práctico. Véase Sí mismo como otro. México: Siglo XXI, 2008, especialmente “Sexto estudio. El sí y la identidad narrativa”, pp. 138- 172.
17 Ver Arturo Andrés Roig, “Consideraciones histórico-críticas sobre el positivismo en Hispanoamérica y el problema de la construcción identitaria nacional”, en Francisco Colom González (editor), Relatos de nación. La construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico. Tomo II. Frankfurt: Iberoamericana Klaus Dieter Vervuert Verlag, 2005, pp. 663-678.
18 “La filosofía después de Auschwitz en Latinoamérica”, en El judaísmo en Iberoamérica. Edición de Reyes Mate y Ricardo Foster. España: Trotta, 2007, p. 295.
19 Citado en Hans Magnus Enzensberger, “Las Casas, o una mirada retrospectiva hacia el futuro”, en El interrogatorio de la Habana y otros ensayos. Barcelona, Anagrama, 1973, p. 143.
20 Véase Jorge R. de la Serna, La formación de la literatura nacional (1805-1850) Tomo I (Prolegómenos). México: UNAM, 2010, pp. 29-71.
21 Véase Jorge R. de la Serna, “De zagales y mayorales. Notas para la historia de la Arcadia en
México, en La república de las letras. Asomos de la cultura escrita del México decimonónico.
Editores: Belem Clark y Elisa Speckman. México: UNAM, 2005. Vol. I, pp. 107-119.
22 Doris M. Ladd, La nobleza mexicana en la época de la Independencia. 1780-1826. Tr. Marita
Martínez. México: FCE, 1984, p. 37. Citado en Jorge R. de la Serna, Los orígenes de la visión
paradisiaca de la naturaleza mexicana. México: UNAM, 2010, p. 111.
23 En el caso de los indígenas guatemaltecos es también muy evidente el uso de la dominación
ideológica; a la empresa a que me refería más arriba, la UFC, los indígenas, con un sentimiento
entre terror y fascinación, la llamaban Mamita Yunai (Yunai derivado de United). Querencia desgraciada entre ésta y el Tata Don Jorge, como llamaban al general Jorge Ubico, “último de una clase que creía que los indios nacieron sólo para recibir palo y palo […] bajo la bota de él y,
mordiendo la suela, aprendieron a no murmurar nada […] El cacicón, de nada y nada, mandaba
incluso al más encopetado a recibir cien palos a calzón bajado. Eso sí, hay que reconocerlo, porque «amor y aborrecimiento no quitan conocimiento», golpeaba lo mismo al rico que al pobre, al ministro que al carpintero, al cura que a la beata. El hombre no discriminaba con el látigo y tal vez en ello podría residir algo de virtud en él”. Mario Alberto Carrera, “Jorge Ubico” en Juan José Arévalo Bermejo, un político de América. México: FCE, 2000, p. 19.
24 Andrés Molina Enríquez, “La población mexicana al final del Porfiriato” en Álvaro Matute, México en el siglo XIX. Antología de fuentes e interpretaciones históricas. México: UNAM, 1984, pp. 177-186.
25 “Las civilizaciones aborígenes y la conquista” en Evolución política…, 1940, p. 20.
26 Sobre la expulsión y el genocidio, Hannah Arendt decía: “la expulsión de nacionales constituye ya un delito contra la humanidad […] y el segundo [el genocidio] es un ataque a la diversidad humana como tal, es decir, a una de las características de la «condición humana», sin la cual los términos «humanidad» y «género humano» carecerían de sentido”. Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal. Tr. Carlos Ribalta. Barcelona: Lumen, 1999, pp. 405-406.
27 Francisco Bulnes, “En torno a la reelección de 1903”, en Álvaro Matute, México en el siglo
XIX…, op. cit., p. 345.
28 La persistencia del humanismo republicano en la conformación de la nación y el Estado en
México. México: UNAM, 2009, pp. 67-79.
29 ¿Fraternidad o dominio?: Aproximación filosófica a los nacionalismos. México: UNAM, 2006, p. 15
30 Francisco G. Cósmes, “Verdades”, en La Libertad, Año I. Núm. 182, México, Miércoles 4 de
septiembre de 1878, p. 2.
31 Si queremos buscar un antecedente de la elocuente valoración de la filosofía realizada por Justo Sierra en su discurso pronunciado el 22 de diciembre de 1910 en el acto de inauguración de la Universidad Nacional de México, que de acuerdo con Álvaro Matute fue su última gran pieza, tendremos que voltear a ver necesariamente la réplica que le hacía en 1878 José María Vigil.
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Santos Coy, José M., “El Ejecutivo y Suprema Corte de Justicia” en El Eco de
Ambos Mundos
, México 4 de julio de 1876, p. 2.
Muy bueno gracias! :D
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